22 diciembre 2021

ROBERT FROST, ÁRBOLES DE NAVIDAD

ROBERT FROST
Robert Lee Frost, nacido en San Francisco en 1874, es uno de los fundadores de la poesía moderna del siglo XX en Estados Unidos.
Su poesía está inspirada en la poesía pastoril y en los poetas clásicos romanos  Horacio y Virgilio 
Su obras nos muestran con sencillez y filosofía la vida del hombre rural de Nueva Inglaterra.
Robert Frost explica así su oficio de poeta:
"Una poesía comienza con un nudo en la garganta, un sentimiento de nostalgia, o una pena de amor. Consiste en una tentativa para encontrar una expresión y un esfuerzo para encontrar un apaciguamiento. Una poesía está acabada y completa cuando una emoción ha encontrado un pensamiento que la expresa, y el pensamiento una palabra".
Uno de sus poemas más famosos, Árboles de Navidad, tiene un ambiente rural y navideño y nos narra un breve encuentro entre un hombre de ciudad y uno del campo.


ÁRBOLES DE NAVIDAD

La ciudad se había replegado sobre sí misma
y dejado al fin el campo para el campo;
cuando entre los remolinos de nieve que no vienen a descansar
y los remolinos de hojas que todavía no descansaron, un extraño
arribó a nuestro jardín, que miraba a la ciudad,
haciéndolo del modo campestre en que lo hacen allí,
se sentó y esperó hasta que nos hizo salir fuera con nuestros abrigos sin abotonar
para preguntarle quién era.
El nos mostró que la ciudad volvía
para buscar algo que había perdido
sin lo cual no podría hacer su Navidad.
Me preguntó si podía venderle mis Árboles de Navidad;
mis bosques - los jóvenes abetos balsámicos 
un lugar donde las casas son todas como iglesias y tienen pináculos.
Nunca pensé en ellos como árboles de Navidad.
Dudo si estuve tentado por un momento
de vendérselos sus pies marchando en autos dejando toda pelada la ladera detrás de la casa,
donde el sol calienta ahora no más que la luna.
Odiaría  que ellos lo supieran si fuera así.
Más aún odiaría mantener mis árboles excepto
como otros mantienen los suyos o rehusan hacerlo,
más allá del tiempo de crecimiento provechoso,
la prueba del mercado que cada cosa debe afrontar.
Me entretuve demasiado con la idea de venderlos.
Luego, ya sea por una cortesía mal entendida y temor de parecer corto de palabras,
o por la esperanza de escuchar algo bueno de lo que era mío, dije
“No hay suficientes que valgan la pena”.
“Podría decirle pronto cuántos deberían cortar, déjeme echarles un vistazo”.

“Puede mirar. Pero no espere que deje que los tenga”
en la pradera brotaban, algunos en grupos demasiado juntos,
cuyas ramas se entrecruzaban, aunque no unos pocos solitarios con ramas iguales,
todos redondos y redondos.
A los últimos el asentía “Sí”, o hacía una pausa para decir debajo de alguno más hermoso,
con la moderación de un comprador “Este podría valer”.
Yo pensaba lo mismo, pero no estaba allí para decirlo.
Trepamos por la pradera en el sur, la cruzamos, y salimos al norte.
El dijo “Mil”.

“¡Mil árboles de Navidad! -¿a cuánto cada uno?”

El sintió la necesidad de suavizarlo para mí:
“Mil árboles serían treinta dólares”.

Entonces estuve seguro de que nunca quise decir que podía llevárselos.
¡Nunca mostré sorpresa! Pero treinta dólares parecían tan poco
al lado de la extensión de la pradera que debía destrozar,
tres céntimos (porque eso era todo lo que calculaban por pieza),
tres céntimos tan poco al lado de lo que los amigos del dólar
a los que debería estar escribiendo para dentro de una hora
podrían pagar en ciudades por buenos árboles como estos,
árboles regulares para la sacristía de todas las Escuelas Dominicales
podrían colgarse suficiente para recoger suficiente.
¡Mil Árboles de Navidad que no sabía que tenía!
Valen más tirar los tres centavos que venderlos,
como se puede demostrar con un simple cálculo.
Qué pena  que no pueda meter uno en una carta.
No puedo evitar desear que pudiera enviarte uno,
al desearte aquí una Feliz Navidad.

CHRISTMAS TREES

The city had withdrawn into itself
And left at last the country to the country;
When between whirls of snow not come to lie
And whirls of foliage not yet laid, there drove
A stranger to our yard, who looked the city,
Yet did in country fashion in that there
He sat and waited till he drew us out
A-buttoning coats to ask him who he was.
He proved to be the city come again
To look for something it had left behind
And could not do without and keep its Christmas.
He asked if I would sell my Christmas trees;
My woods—the young fir balsams like a place
Where houses all are churches and have spires.
I hadn’t thought of them as Christmas Trees.
I doubt if I was tempted for a moment
To sell them off their feet to go in cars
And leave the slope behind the house all bare,
Where the sun shines now no warmer than the moon.
I’d hate to have them know it if I was.
Yet more I’d hate to hold my trees except
As others hold theirs or refuse for them,
Beyond the time of profitable growth,
The trial by market everything must come to.
I dallied so much with the thought of selling.
Then whether from mistaken courtesy
And fear of seeming short of speech, or whether
From hope of hearing good of what was mine, I said,
“There aren’t enough to be worth while.”
“I could soon tell how many they would cut,
You let me look them over.”

“You could look.
But don’t expect I’m going to let you have them.”
Pasture they spring in, some in clumps too close
That lop each other of boughs, but not a few
Quite solitary and having equal boughs
All round and round. The latter he nodded “Yes” to
Or paused to say beneath some lovelier one,
With a buyer’s moderation, “That would do.”
I thought so too, but wasn’t there to say so.
We climbed the pasture on the south, crossed over,
And came down on the north. He said, “A thousand.”

“A thousand Christmas trees!—at what apiece?”

He felt some need of softening that to me:
“A thousand trees would come to thirty dollars.”

Then I was certain I had never meant
To let him have them. Never show surprise!
But thirty dollars seemed so small beside
The extent of pasture I should strip, three cents
(For that was all they figured out apiece),
Three cents so small beside the dollar friends
I should be writing to within the hour
Would pay in cities for good trees like those,
Regular vestry-trees whole Sunday Schools
Could hang enough on to pick off enough.
A thousand Christmas trees I didn’t know I had!
Worth three cents more to give away than sell,
As may be shown by a simple calculation.
Too bad I couldn’t lay one in a letter.
I can’t help wishing I could send you one,
In wishing you herewith a Merry Christmas.



20 diciembre 2021

SAN JUAN DE LA CRUZ: QUE BIEN SÉ YO LA FONTE

 

ROSALÍA, AUNQUE ES DE NOCHE
La canción de Rosalía Aunque es de noche es, en realidad, el poema Que bien sé yo la fonte que San Juan de la Cruz escribió durante su encarcelamiento en Toledo en 1578. 
Dice la tradición que el místico cantaba este poema para consolarse durante su cautiverio.
Este poema de San Juan de la Cruz fue musicado por Enrique Morente para su album Lorca publicado en 1998 y Rosalía lo versiona así:


SAN JUAN DE LA CRUZ
QUE BIEN SÉ YO LA FONTE

Que bien sé yo la fonte que mana y corre,
aunque es de noche.

Aquella eterna fonte está escondida. 
Que bien sé yo do tiene su manida, 
aunque es de noche.

II 
Su origen no lo sé pues no le tiene, 
mas sé que todo origen della viene, 
aunque es de noche. 

III 
Sé que no puede ser cosa tan bella, 
y que cielos y tierra beben della, 
aunque es de noche. 

IV 
Bien sé que suelo en ella no se halla 
y que ninguno puede vadealla, 
aunque es de noche. 

Su claridad nunca es escurecida, 
y sé que toda luz de ella es venida, 
aunque es de noche. 

VI 
Sé ser tan caudalosos sus corrientes, 
que infiernos, cielos riegan y a las gentes, 
aunque es de noche. 

VII 
La corriente que nace desta fuente 
bien sé que es tan capaz y omnipotente, 
aunque es de noche. 

VIII 
La corriente que de estas dos procede 
sé que ninguna de ellas le precede, 
aunque es de noche. 

IX 
Bien sé que tres en sola una agua viva
residen, y una de otra se deriva,
aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
aunque es de noche.

XI 
Aquí se está llamando a las criaturas,
y de este agua se hartan, aunque a oscuras,
porque es de noche.

XII
En esta noche oscura de la vida,
qué bien se yo por fe la fonte frida,
aunque es de noche.

XIII
Aquesta viva fuente que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche.

San Juan de la Cruz

¿QUÉ ES LA LITERATURA MÍSTICA?
La literatura mística narra el encuentro directo entre el alma y la divinidad. 
El escritor místico describe su personal encuentro sensorial con Dios que aparece manifestado en toda su grandeza.
Este poema de San Juan de la Cruz es la expresión literaria de su acercamiento a lo divino.
El poeta nos transmite su experiencia mística de aproximación a Dios mientras estaba encarcelado en Toledo por haber intentado reformar la orden religiosa del Carmelo.
En el texto aparecen símbolos de Cristo, la Sántisima Trinidad, la eucaristía...
Para San Juan de la Cruz, Dios es ese torrente de agua que crece hasta anegar la tierra y que nadie puede pasar por encima o ignorar.

06 diciembre 2021

WALTER DE LA MARE, MUÉRDAGO

WALTER DE LA MARE
Walter de la Mare (1873-1956) fue un polifacético autor británico que escribió desde historias de terror hasta libros para niños.
Conocido por familiares y amigos como "Jack", sus obras se centran en los temas de la infancia, la imaginación y lo sobrenatural.
Felizmente casado con una mujer diez años mayor que él, con la que tuvo cuatro hijos.
Walter pasó casi veinte años trabajando como contable antes de que una pensión del gobierno finalmente le permitiera dedicar su tiempo por completo a escribir.
Este poema, con un toque de misterio, está dedicado a la tradición navideña del beso bajo el muérdago.
MUÉRDAGO

Sentado bajo el muérdago
(Muérdago de hada, verde pálido),
una última vela brillando tenue ,
todos los bailarines soñolientos se fueron,
solo una vela encendida,
Sombras acechando por todas partes:
Alguien vino y me besó allí.

Estaba cansado; adormilado,
cabeceando bajo el muérdago
(Muérdago de hada, verde pálido),
No se oyeron pasos, no hubo voz, pero solo,
justo cuando me senté allí, soñoliento, solo,
inclinado en el aire quieto y sombrío
unos labios invisibles me besaron allí.


MISTLETOE

Sitting under the mistletoe
(Pale-green, fairy mistletoe),
One last candle burning low,
All the sleepy dancers gone,
Just one candle burning on,
Shadows lurking everywhere:
Some one came, and kissed me there.

Tired I was; my head would go
Nodding under the mistletoe
(Pale-green, fairy mistletoe),
No footsteps came, no voice, but only,
Just as I sat there, sleepy, lonely,
Stooped in the still and shadowy air
Lips unseen—and kissed me there.

Walter de la Mare
FUENTES UTILIZADAS
Para la realización de la siguiente entrada se han utilizado, entre otras, las siguientes fuentes: The Walter de la Mare Society. Project Gutenberg, Books of Walter de la Mare.




05 diciembre 2021

O. HENRY, UN REGALO DE NAVIDAD EN EL CHAPARRAL


O. HENRY
William Sydney Porter, que utilizó el pseudónimo de O. Henry,  fue un escritor estadounidense nacido en North Carolina, en 1862
Está considerado uno de los maestros del relato corto norteamericano junto con Edgar Allan Poe, Bret Harte y Mark Twain.
Sus relatos destacan por sus finales sorprendentes lo que en inglés ha dado lugar a la expresión "un final a lo O. Henry" para referirse a los finales con un giro inesperado.
UN REGALO DE NAVIDAD EN EL CHAPARRAL
La causa originaria del conflicto tardó veinte años en crecer.

Pasado ese tiempo se vio que la espera había valido la pena.

Todos los que vivían a menos de setenta y cinco kilómetros del rancho Sundown habían oído hablar de ella. Tenía una espesa melena, un par de ojos castaños muy francos y una risa que resonaba por la pradera como el eco de un riachuelo. Se llamaba Rosita McMullen y era la hija del viejo McMullen del rancho de ovejas Sundown.
Dos pretendientes llegaron a lomos de dos caballos roanos —o, para ser más explícitos, en un alazán comido por las pulgas—. Uno era Madison Lane y el otro Frio Kid. Aunque en esa época nadie lo llamaba así, pues aún no se había ganado los honores de dicho título. Era solamente Johnny McRoy.

Que nadie vaya a pensar que eran los únicos admiradores de la hermosa Rosita. Los broncos de al menos otra docena mascaban el bocado en el largo amarradero del rancho Sundown. En aquellos herbazales había muchos ojos de cordero que no pertenecían a los rebaños de Dan McMullen. Pero de todos esos caballeros, los que llegaron más lejos fueron Madison Lane y Johnny McRoy, así que vale la pena contarlo.
Madison Lane, un joven ganadero de la región de Nueces, ganó la carrera. Se casó con Rosita un día de Navidad. Armados, joviales, vocingleros y generosos, los vaqueros y los ovejeros dejaron de lado sus rencillas hereditarias y se unieron para celebrar la ocasión.

El rancho Sundown refulgía con las bromas, el estampido de los revólveres, el resplandor de las hebillas, los ojos brillantes y las francas felicitaciones de los ganaderos.

Pero, cuando el festejo nupcial estaba en su apogeo, apareció Johnny McRoy, devorado por los celos como un poseso.

—¡Yo te daré regalo de Navidad! —gritó con voz chillona, en la puerta con el Colt 45 en la mano. Ya entonces tenía reputación de buen tirador.
La primera bala le arrancó a Madison Lane el lóbulo de la oreja derecha. El tambor del revólver se desplazó más de dos centímetros. El siguiente disparo había sido para la novia si Carson, un ovejero, no hubiese tenido el ánimo con el gatillo bien engrasado y a punto. Los revólveres de los invitados estaban en sus cintos colgados de unos clavos de la pared a modo de concesión al buen gusto. Pero Carson, con gran rapidez, le lanzó el plato de venado asado y frijoles a McRoy y le hizo fallar el tiro. Por eso la segunda bala tan sólo hizo pedazos los blancos pétalos de una flor de yuca que colgaba a unos centímetros de la cabeza de Rosita.
Los invitados volcaron las sillas y saltaron a por sus armas. Dispararle al novio y a la novia en una boda se consideraba de mala educación. En menos de seis segundos más de veinte balas silbaron apuntando al señor McRoy.

—La próxima vez no fallaré —gritó Johnny—, y habrá una próxima vez.

Y salió por la puerta.

Carson, el ovejero, decidido, después de su éxito al lanzar el plato, a lograr nuevas hazañas, fue el primero en llegar a la puerta. Lo mató un balazo que McRoy disparó desde la oscuridad.

Los ganaderos salieron en su busca clamando venganza, pues, aunque la muerte de un ovejero más de una vez ha quedado sin castigo, en este caso era una evidente fechoría. Carson era inocente; no había participado en la ceremonia de la boda y nadie le había oído decir: «Un día es un día» a los invitados.

Pero su venganza no llegó a cumplirse. McRoy huyó al galope en su caballo a ocultarse en el chaparral, sin dejar de proferir amenazas y maldiciones.
Esa noche nació Frio Kid. Se convirtió en el bandido de aquella parte del estado. El rechazo de la señorita McMullen hizo de él un hombre peligroso. Cuando unos oficiales fueron a buscarle por la muerte de Carson, mató a dos de ellos y empezó a llevar vida de forajido. Llegó a ser un excelente tirador con ambas manos. Se presentaba en los pueblos y en los asentamientos, buscaba pelea a la menor ocasión, mataba a alguien y se burlaba de los agentes de la ley. Era tan frío, tan mortífero, tan rápido y estaba tan sediento de sangre que apenas se hicieron intentos por capturarle. Cuando por fin lo mató de un tiro un mexicano manco, que a su vez estaba casi muerto de miedo, Frio Kid tenía la muerte de dieciocho personas sobre su conciencia. A casi la mitad los mató en duelo leal porque era más rápido al desenfundar. A los demás los asesinó por pura insidia y crueldad.

En las fronteras se cuentan muchas historias sobre su valor osadía. Pero no era de esos bandidos que a veces son nobles e incluso generosos. Dicen que nunca tuvo piedad con quien fuese el objetivo de su ira. Sin embargo, en esta y en todas las navidades conviene tener fe, si es posible, en cualquier resquicio de bondad que pueda quedar en los demás. Y, si alguna vez Frio Kid tuvo un gesto de bondad o sintió un impulso de generosidad en su corazón, fue en esa época del año. He aquí cómo ocurrió.

Quien sea desdichado en amores no debería respirar el aroma de las flores de la retama. Aviva peligrosamente la memoria.

Un mes de diciembre, en la región de Frio, había una mata de retama en flor, pues el invierno había sido tan cálido como la primavera. Por allí pasaron a caballo Frio Kid y su cómplice y secuaz Frank el mexicano. Kid tiró de las riendas de su mustang y se sentó en la silla, sombrío y pensativo. El dulce y profundo aroma le tocó por debajo del hielo y el hierro.
—No sé en qué habré estado pensando, Mex —observó con la misma voz suave de costumbre—, pero había olvidado que tengo que hacer un regalo de Navidad. Mañana por la noche voy a matar a Madison Lane en su propia casa. Me quitó a mi chica. Rosita no me habría despreciado si no se hubiese entrometido, no sé cómo he podido olvidarlo hasta ahora.

—Diablos, Kid —dijo el mexicano—, no digas tonterías. Sabes que no podemos acercarnos ni a un kilómetro de casa de Lana mañana por la noche. Anteayer vi al viejo Allen y me contó que Mad va a celebrar una fiesta navideña. ¿Recuerdas el tiroteo que organizaste el día de su boda y cómo le amenazaste? ¿Es que no crees que Mad tendrá los ojos bien abiertos por si aparece cierto individuo llamado Frio Kid? Me aburres cuando dices cosas así, Kid.
—Voy a ir a la fiesta de Navidad de Madison Lane —repitió sin acalorarse Frio Kid— y lo voy a matar. Tendría que haberlo hecho hace mucho. Caray, Mex, hace solo dos semanas soñé que Rosita se había casado conmigo y no con él; y que estábamos viviendo en una casa, y me sonreía. Qué demonios, Mex, me la quitó y pienso quitarle la vida, sí, señor, me la quitó una Nochebuena y una Nochebuena lo mataré.

—Hay otras formas de suicidarse —le aconsejó el mexicano—. ¿Por qué no te entregas al sheriff?

—Lo voy a matar —insistió Kid.

El día de Nochebuena hizo tan buen tiempo como en abril. Tal vez se notase en el aire la escarcha lejana, pero era un cosquilleo como el del agua de Selz, vagamente perfumado con las últimas flores de la pradera y el zacate.

Cuando cayó la noche, los cinco o seis salones del rancho estaban iluminados. En uno de ellos se hallaba el árbol de Navidad, pues los Lane tenían un crío de tres años, y esperaban a más de una docena de invitados de los ranchos cercanos.

A medianoche, Madison Lane llamó aparte a Jim Belcher y a otros tres vaqueros empleados en su rancho.

—Bueno, muchachos —dijo Lane—, tened los ojos abiertos. Haced rondas en torno a la casa y vigilad bien la carretera. Todos conocéis a Frio Kid, como le llaman ahora; si lo veis disparadle sin preguntar. No temo que venga, pero Rosita sí. Todas las navidades desde que nos casamos teme que venga a por nosotros.
Los invitados habían llegado en carromato y a caballo y se fueron acomodando.

La velada resultó muy agradable. Los invitados disfrutaron y elogiaron la excelente cena que había preparado Rosita y luego los hombres se dispersaron en grupos por los salones o salieron a charlar y fumar en la amplia veranda.

El árbol de Navidad, por supuesto, hizo las delicias de los niños, que sobre todo se alegraron cuando se presentó Santa Claus en persona con una magnífica barba blanca y empezó a repartir regalos.

—Es mi papá —anunció Billy Sampson, que tenía seis años—. Conozco ese disfraz.

Berkly, un ovejero, antiguo amigo de Lane, abordó a Rosita cuando pasaba a su lado por la veranda, donde se había sentado a fumar.

—Bueno, señora Lane —dijo—, supongo que estas navidades ya se le habrá pasado el miedo que le tenía al tal McRoy, ¿no? Madison y yo hemos estado hablando de él.

—Casi —respondió Rosita, con una sonrisa—, aunque a veces todavía me pongo nerviosa. Nunca olvidaré esa espantosa ocasión en que por poco nos mata.

—Es el bandido más despiadado del mundo —exclamó Berkly—. Los ciudadanos que vivimos cerca de la frontera deberíamos salir a cazarlo como a un lobo.

—Ha cometido crímenes horribles —dijo Rosita—, pero… no sé… Creo que todo el mundo tiene algo bueno. No siempre fue tan malo… de eso estoy segura.
Rosita volvió hacia el pasillo y se cruzó con Santa Claus, que llegaba con su barba y sus pieles.

—Ahora mismo iba a echar mano al bolsillo para darle un regalo de Navidad a su marido. Pero he preferido dejarle uno a usted. Está en el cuarto de la derecha.

—Oh, gracias, amable Santa Claus —dijo Rosita muy alegre.

Rosita entró y Santa Claus salió al corral, donde corría aire más fresco.

En la habitación solo encontró a Madison.

—¿Dónde está el regalo que me ha dejado Santa Claus?

—No he visto ningún regalo —dijo riendo su marido—, a no ser que se refiriese a mí.

Al día siguiente, Gabriel Radd, el capataz del rancho X O, pasó por la oficina de correos de Loma Alta.

—Bueno, parece que Frio Kid ha recibido por fin su dosis de plomo —le dijo al cartero.
—¿Ah, sí? ¿Cómo ha sido?

—¡Lo ha matado uno de los pastores mexicanos del viejo Sánchez! ¿Te lo puedes creer? ¡Frio Kid muerto a manos de un pastor de ovejas! Lo vio pasar por delante de su campamento anoche a las doce, y se asustó tanto que cogió un Winchester y le pegó un tiro. Lo raro es que Kid llevaba una barba de angora y un disfraz de Santa Claus. ¡Imagínate a Frio Kid haciendo de Santa!

O. Henry

Retama: Cytisus scoparius

FUENTES UTILIZADAS
Para la realización de la siguiente entrada se han utilizado, entre otras, las siguientes fuentes: The O. Henry Museum, Austin, Texas. Greensboro Public Library. 1909 Hassan Cigarettes Cowboy Series.




04 diciembre 2021

O. HENRY, EL REGALO DE LOS REYES MAGOS

O. HENRY
William Sydney Porter, que utilizó el pseudónimo de O. Henry,  fue un escritor estadounidense nacido en North Carolina, en 1862
Está considerado uno de los maestros del relato corto norteamericano junto con Allan Poe, Bret Harte y Mark Twain.
Sus relatos destacan por sus finales sorprendentes lo que en inglés ha dado lugar a la expresión "un final a lo O. Henry" para referirse a los finales con un giro inesperado.
En 1906 escribió uno de sus cuentos más populares es  El regalo de los Reyes Magos, en inglés The Gift of the Magi, tiene un tema navideño, aquí puedes leerlo acompañado por las ilustraciones de Sonja Danowski.

EL REGALO DE LOS REYES MAGOS
Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el tendero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos apartamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al apartamento una tarjeta con el nombre de “Mr. James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su apartamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el apartamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.

-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.

-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.

-Démelos inmediatamente -dijo Delia.


Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto… tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.


Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.


“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.”

A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.


Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.

-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.

-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del apartamento.

Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

-¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.


-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un apartamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.

O. Henry


FUENTES UTILIZADAS
Para la realización de la siguiente entrada se han utilizado, entre otras, las siguientes fuentes: The O. Henry Museum, Austin, Texas. Greensboro Public Library. Las ilustraciones de The Gift of the Magi © Sonja Danowski publicadas por Michael Neugebauer, 2013.






01 diciembre 2021

T.S. ELIOT, EL CULTIVO DE LOS ÁRBOLES DE NAVIDAD

T.S. ELIOT
Poeta, dramaturgo y crítico angloamericano nacido en 1888 en St Louis, Missouri.
Sus problemas de salud de la niñez estimularon una gran pasión por la lectura.
Estudió en las universidades de Harvard, La Sorbona y Oxford. 
Sus intereses se centraron en el estudio del griego y el alemán,  la literatura inglesa, la historia medieval y la historia del arte.
Poeta de considerable influencia en la literatura del siglo XX, es una de las principales figuras de la vanguardia modernista anglosajona. 
Su obra está influenciada por la poesía metafísica inglesa y por los simbolistas franceses.
En 1948 obtuvo el Premio Nobel de Literatura "por su contribución sobresaliente y pionera a la poesía moderna".

EL CULTIVO DE LOS ÁRBOLES DE NAVIDAD

Existen diversas actitudes en relación con la Navidad,
y de alguna de ellas podemos hacer caso omiso:
la social, la torpe, la manifiestamente comercial,
la bulliciosa (los bares están abiertos hasta la medianoche),
y la infantil, que no es la del niño
para el cual cada vela es una estrella, y el ángel dorado
desplegando sus alas en la copa del árbol
no es solamente un adorno, sino un ángel.

El niño se maravilla ante el árbol de Navidad:
dejadlo que continúe con ese espíritu de maravilla
ante la Fiesta, como un evento aceptado, no como un pretexto;
de modo que el luminoso enajenamiento, el asombro
del primer árbol de Navidad recordado,
de modo que las sorpresas, las alegrías de las nuevas posesiones
(cada una con su inconfundible y excitante perfume)
y la espera del ganso o del pavo,
y el expectante momento de su aparición,

de modo que la reverencia y el gozo
no sean olvidados en las experiencias posteriores,
en la fastidiosa rutina, la fatiga, el tedio,
el conocimiento de la muerte, la conciencia del fracaso,
o en la piedad del converso
que pudiera teñirle de vanagloria
desagradable a Dios e irrespetuosa hacia los niños
(y aquí el recuerdo también con gratitud
a Santa Lucía, su villancico, su corona de fuego):

de modo que antes del fin, en la octogésima Navidad
(significando por «octogésima» la última, cualquiera sea),
los acumulados recuerdos de la emoción anual
puedan concentrarse en una gran alegría
semejante siempre a un gran temor, como la ocasión
en que el temor llega a cada alma:
pues el principio nos ha de recordar el fin
y la primera venida la segunda venida.

 T.S. Eliot
THE CULTIVATION OF CHRISTMAS TREES
There are several attitudes towards Christmas,
Some of which we may disregard:
The social, the torpid, the patently commercial,
The rowdy (the pubs being open till midnight),
And the childish — which is not that of the child
For whom the candle is a star, and the gilded angel
Spreading its wings at the summit of the tree
Is not only a decoration, but an angel.

The child wonders at the Christmas Tree:
Let him continue in the spirit of wonder
At the Feast as an event not accepted as a pretext;
So that the glittering rapture, the amazement
Of the first-remembered Christmas Tree,
So that the surprises, delight in new possessions
(Each one with its peculiar and exciting smell),
The expectation of the goose or turkey
And the expected awe on its appearance,

So that the reverence and the gaiety
May not be forgotten in later experience,
In the bored habituation, the fatigue, the tedium,
The awareness of death, the consciousness of failure,
Or in the piety of the convert
Which may be tainted with a self-conceit
Displeasing to God and disrespectful to children
(And here I remember also with gratitude
St. Lucy, her carol, and her crown of fire):

So that before the end, the eightieth Christmas
(By “eightieth” meaning whichever is last)
The accumulated memories of annual emotion
May be concentrated into a great joy
Which shall be also a great fear, as on the occasion
When fear came upon every soul:
Because the beginning shall remind us of the end
And the first coming of the second coming.”

T.S. Eliot







POEMAS DE ARIEL
En 1927, Richard de la Mare, director de producción de la legendaria editorial Faber and Faber de Londres, tuvo la original idea de pedir a escritores e ilustradores famosos que contribuyeran con versos y dibujos con temas navideños para una serie de folletos de poesía que se enviarían a los clientes en lugar de tarjetas de Navidad y que se venderían al público en general por una módica cantidad.
Esta serie de publicaciones navideñas recibió el nombre de Poemas de Ariel.
T.S. Eliot contribuyó a esta serie con seis poemas. El cultivo de los árboles de Navidad que se publica en 1954, es el último de los Poemas de Ariel de T.S. Eliot y fue ilustrado en la edición inglesa por David Jones y en la norteamericana por Enrico Arno.
Se puede decir que es un pequeño ensayo sobre la Navidad en verso.

FUENTES UTILIZADAS
Para la realización de la siguiente entrada se han utilizado, entre otras, las siguientes fuentes: T. S. Eliot «Poemas de Ariel», versión de Alberto Girri en «Valores diarios», 1970, Obra Poética II, Ediciones Corregidor, Buenos Aires. T.S- Eliot Foundation: https://tseliot.com/foundation/ts-eliot-house/. The Paris Review: https://www.theparisreview.org. The Marginalian: https://www.themarginalian.org.