AMÉLIE NOTHOMB
Amélie Nothomb nació en Kobe (Japón) en 1967.
Es una escritora belga en lengua francesa.
Proviene de una antigua familia de Bruselas, donde reside actualmente.
Pasó su infancia y adolescencia en Extremo Oriente, principalmente en China y en Japón, donde su padre fue embajador.
Vivió además en los Estados Unidos, Laos, Birmania y Bangladesh.
Habla japonés y trabajó como intérprete en Tokio.
A los diecisiete años descubre Europa y más precisamente Bruselas, ciudad en la que se siente extraña y extranjera.
Estudia Filología románica en la Universidad Libre de Bruselas, pero su apellido evoca en Bélgica a una familia de la alta burguesía católica y a un bisabuelo de extrema derecha, lo que no favorece su integración en una universidad de tendencias liberal-socialistas.
Una vez licenciada, regresa a Tokio y entra a trabajar en una gran empresa japonesa.
Posteriormente relató esta experiencia penosa en su novela Estupor y temblores.
Por esta novela recibió el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa en 1999, y fue llevada al cine por Alain Corneau en 2003.
Regresa a Bélgica y publica Higiene del asesino en 1992.
Es el comienzo de un éxito fulgurante, este libro fue redactado después de una trágica visión de la muerte de su hermano a manos de un borracho.
En adelante, la autora puede vivir de la literatura, su pasión.
Se dedica a esa actividad al menos cuatro horas diarias, levantándose a escribir a las cuatro de la madrugada y afirma escribir tres novelas al año, de las que sólo publica una.
Es una de las autoras en francés más populares y con mayor proyección internacional.
Algunas de sus novelas están constituidas de un único diálogo entre dos personajes.
De su estilo se ha opinado que es valioso y pedante pero, a la vez, cómico y con mucho carácter.
Sus relatos son vivaces y es muy notable la precisión del vocabulario, la originalidad de los temas y una mordacidad constante.
Maneja magistralmente el arte de lo absurdo.
Fascinada por la fealdad y la monstruosidad, destaca por la descripción de personajes de rasgos extremos.
Sus obras giran siempre, en sus palabras, en torno al enfrentamiento entre dos personajes, o un personaje y una situación.
ESTUPOR Y TEMBLORES
Esta novela, de carácter autobiográfico narra la historia de Amélie, una joven belga de 22 años, que empieza a trabajar como contable, en Tokio, en una de las mayores compañías mundiales, Yumimoto Corporation, quintaesencia de las empresas japonesas.
El título Estupor y temblores hace referencia la fórmula que explica la sensación que debe provocar el Emperador del Sol Naciente en sus súbditos, y que para la autora es un resumen de toda la cultura empresarial japonesa.
Así trabaja Amélie en el Japón actual, fuertemente jerarquizado, en el que cada superior es, antes que nada, el inferior de otro.
Amélie, afligida por la doble dificultad de ser a la vez occidental y mujer vive extraviada en un hormiguero de burócratas, subyugada además por la muy japonesa belleza de su superior directa, con la cual tiene unas relaciones de franca perversidad.
Amélie sufre en esta empresa una serie ininterrumpida de vejaciones y humillaciones.
Trabajos absurdos, órdenes dementes, tareas repetitivas, humillaciones grotescas, misiones ingratas, ineptas o delirantes, superiores sádicos.
La joven Amélie empieza en contabilidad, luego a servir cafés, pasa a la fotocopiadora y, descendiendo los escalones de la dignidad acaba ocupándose de los lavabos masculinos.
LEE UN PEQUEÑO FRAGMENTO DE ESTUPOR Y TEMBLORES
El señor Saito ya no me pedía que escribiera cartas a Adam Johnson ni a nadie. En realidad, ya no me pedía nada, salvo que le llevara cafés.
Nada más normal que, cuando uno empieza a trabajar en una compañía nipona, iniciarse en el ochakumi –“la ceremonia del honorable té”-. Ya que era el único papel que me asignaban, me lo tomé con la máxima seriedad.
Rápidamente, aprendí las costumbres de todo el mundo: para el señor Saito, un café corto a las ocho y media en punto. Para el señor Unaji, uno con leche con dos terrones de azúcar a las diez. Para el señor Mizuno, un cubilete de Coca – Cola cada hora. A las cinco de la tarde, un té inglés con un poco de leche para el señor Okada. Para Fubuki, un té verde a las nueve, un café corto a las doce, un té verde a las tres y un último café corto a las siete – siempre me daba las gracias con una educación cautivadora.
Aquella humilde tarea pronto se reveló como el primer instrumento de mi perdición.
Una mañana, el señor Saito me comunicó que el vicepresidente recibía en su despacho la visita de una importante delegación de una firma amiga:
- Café para veinte.
Entré en el despacho del señor Omochi con mi enorme bandeja y estuve mejor que perfecta: servía cada taza con sostenida humildad, salmodiando las más refinadas fórmulas de cortesía, bajando la mirada e inclinándome. Si existía una orden al mérito del ochakumi, debería haberme sido concedida.
Unas horas más tarde, la delegación se marchó. La voz atronadora del inmenso señor Omochi gritó:
- ¡Saito – san!
Vi al señor Saito levantarse como movido por un resorte, ponerse lívido y correr hacia la guardia del vicepresidente. Los gritos del obeso resonaron detrás de la pared. Aunque no se entendía lo que decía, no parecía tratarse de nada amable.
El señor Saito regresó con el rostro descompuesto. Pensando que pesaba tres veces menos que su agresor, experimenté hacia él un estúpido ataque de ternura. Fue entonces cuando, en tono furioso, me llamó.
Le seguí hasta su despacho vacío. Me habló con una cólera que le hacía balbucear:
- ¡Ha indispuesto profundamente a la delegación de la firma amiga! ¡Ha servido el café utilizando fórmulas que sugerían que sabía hablar perfectamente japonés!
- Es que no lo hablo tan mal, Saito – san.
- ¡Cállese! ¿Con qué derecho se atreve a defenderse? El señor Omochi está muy enojado con usted. Ha creado un ambiente irrespirable en la reunión de esta mañana: ¿cómo iban a sentirse cómodos nuestros socios ante una blanca que comprendía su idioma? De ahora en adelante, no hablará nunca más japonés.
Le miré con los ojos abiertos como platos:
- ¿Perdone?
- Usted ya no sabe japonés. ¿Ha quedado claro?
- ¡Pero si Yumimoto me contrató precisamente por mi dominio del japonés!
- Me da igual. Le ordeno que no entienda japonés.
- Eso es imposible. Nadie puede acatar una orden semejante.
- Siempre existe un modo de obedecer. Eso es lo que los cerebros occidentales deberían comprender.
“Ya empezamos”, pensé antes de proseguir:
- Quizás el cerebro nipón sea capaz de obligarse a sí mismo a olvidar un idioma. El cerebro occidental carece de esos recursos.
Aquel extravagante argumento pareció convencer al señor Saito.
- Inténtelo de todos modos. O, por lo menos, haga como que lo intenta. Ha recibido órdenes al respecto. ¿Me ha comprendido?
El tono era seco y tajante.
Cuando regresé a mi despacho, algo debió de notarme Fubuki, ya que me dedicó una mirada dulce y preocupada. Permanecí abatida durante un largo rato, preguntándome qué actitud debía adoptar.
ARTÍCULOS SOBRE AMÉLIE NOTHOMB
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