UN CUENTO DE NAVIDAD DE GILBERT KEITH CHESTERTON
La tienda de los fantasmas, en inglés The shop of ghosts, fue publicado por primera vez por G. K. Chesterton en el periódico londinense Daily News, y luego recogido por la colección de ensayos de 1909 Tremendous Trifles.
Casi todo lo mejor y más valioso del universo puede comprarse por medio penique. Exceptuando, por supuesto, el sol, la luna, las estrellas, la tierra, la gente, las tormentas y otras baratijas. Las tienes gratis. Además, dejo de lado otra cosa, que no puedo mencionar en este periódico, cuyo precio más bajo es la mitad de medio penique. Este principio general resultará enseguida evidente. En la calle detrás de mí, puedes montar en un tranvía eléctrico por medio penique. Subirte a un tranvía eléctrico es como subirte a un castillo volador en un cuento de hadas. Puedes hacerte con un buen puñado de chucherías de colores por la mitad de un penique. También tienes la oportunidad de leer este artículo por medio penique, junto con, por supuesto, otras cosas menos importantes.
Pero si quiere descubrir la enorme cantidad de cosas asombrosas que puedes conseguir por medio penique, haz lo que yo hice anoche. Estampé la nariz contra el escaparate de una de las tiendas más pequeñas y peor iluminadas de uno de los callejones más estrechos y oscuros del barrio de Battersea. Pero por oscuro que fuese ese rectángulo de luz, resplandecía con todos los colores que Dios creó, utilizando la expresión que una vez escuché a un niño. Los juguetes de los pobres son todos como los niños que los compran. Sucios pero todos alegres. Por mi parte, prefiero la alegría a la limpieza. La primera es del alma y la segunda del cuerpo. Les ruego que me disculpen, es que soy demócrata. Sé que estoy trasnochado en el mundo actual.
Creo que todos tenemos estos extraordinarios instantes de abstracción, estos brillantes momentos con la mente en blanco. En momentos semejantes, podemos mirar a la cara a nuestro mejor amigo y ver gafas y bigotes imaginarios. Por lo general están marcados por lo lento que se desarrollan y lo abrupto de su fin. El regreso a la actividad mental normal es a menudo tan repentino como tropezarse con alguien. A menudo, uno termina chocándose de verdad contra alguien, al menos en mi caso. Pero de todos modos, el despertar es claro y, por lo general, completo. Pues bien, en esta ocasión, aunque una ola de cordura me arrastró a la conciencia de que en realidad solamente estaba mirando una humilde y diminuta juguetería, de alguna extraña manera la curación no parecía ser definitiva. Algo que no podía controlar seguía diciéndome que me había adentrado en una atmósfera extraña, o que había hecho algo raro. Me sentía como si hubiese obrado un milagro o cometido un pecado. Era como si de alguna forma hubiese atravesado una frontera del alma.
Para librarme de esta sensación onírica tan peligrosa, entré en la tienda e intenté comprar algunos soldaditos de madera. El dependiente era muy anciano y estaba muy deteriorado. Con medio rostro y toda la cabeza cubiertos de despeinado cabello cano. Un cabello tan increíblemente blanco que parecía artificial. Y aunque parecía senil y enfermo no se reflejaba sufrimiento en sus ojos. Era como si, poco a poco, se estuviese quedando dormido en una decadencia amable. Me dio los soldaditos de madera pero, cuando coloqué el dinero sobre el mostrador, aparentó no verlo en un primer momento. Parpadeó débilmente mirándolo y lo apartó débilmente.
–No, no– dijo confuso –Nunca lo he hecho así. Nunca. Aquí somos muy anticuados.
–No aceptar dinero me parece algo a la más rabiosa última moda más que anticuado.
–Nunca lo he hecho así– contestó el anciano sonándose los mocos –Siempre he dado regalos y soy demasiado viejo para cambiar.
–¡Por el amor de Dios!– dije –¿Qué quiere decir? Está hablando como si fuese Papá Nöel.
En el exterior, las farolas no podían estar encendidas. En cualquier caso, era imposible ver nada más allá del escaparate iluminado. No se escuchaban pasos ni voces por la calle. Parecía que me hubiese internado en un nuevo mundo en el que el sol no brillaba. Pero algo había soltado las amarras del sentido común y no podía sorprenderme más que de una manera somnolienta.
–Pareces enfermo, Papá Nöel– Algo me impulsó a decir eso.
–Estoy agonizando.
Guardé silencio y fue él quien habló de nuevo.
–Todos los nuevos se han marchado. No lo entiendo. Se meten conmigo por razones tan raras e incoherentes. Los científicos, todos los innovadores. Dicen que le doy a la gente supersticiones y les vuelvo demasiado ilusos, que les doy carnes horneadas y les hago demasiado materialistas. Dicen que mis partes celestiales son demasiado celestiales, que mis partes mundanas son demasiado mundanas. No sé lo que quieren, de eso sí que estoy seguro. ¿Cómo puede algo celestial serlo demasiado? ¿Cómo puede algo mundano ser demasiado mundano? ¿Cómo se puede ser demasiado bueno o demasiado alegre? No lo entiendo. Pero hay algo que entiendo demasiado bien: esta gente moderna está viva y yo muerto.
–Tú sabrás si estás muerto– repliqué –pero a lo que ellos hacen yo no lo llamo vivir.
Un silencio cayó entre nosotros que, de alguna manera, esperé ver roto. No había durado unos segundos, cuando, en medio de la total tranquilidad, escuché unos pasos que, cada vez más rápidos, se acercaban por la calle. Al instante, una figura se lanzó al interior de la tienda y quedó enmarcada en el umbral. Vestía una chistera blanca, echada hacia atrás como con prisa, anticuados pantalones negros ceñidos, anticuados chaleco y chaqueta de colores brillantes y un fantástico abrigo viejo. Tenía los ojos, abiertos y brillantes, de un actor de carácter, una cara pálida y nerviosa y la barba muy recortada. Abarcó al anciano y su tienda en una mirada que fue de verdad como una explosión y lanzó la exclamación de un hombre por completo estupefacto.
–¡Buen Dios! ¡No puedes ser tú!– gritó –Vine a preguntar dónde estaba tu tumba.
–Aún no he fallecido, Sr. Dickens– contestó el anciano con su débil sonrisa –Pero me estoy muriendo– añadió como tranquilizándole
–Pero a paseo con todo si no agonizabas ya en mis tiempos – dijo el Sr. Charles Dickens alegremente – Y no pareces ni un día más viejo.
–Llevó así mucho tiempo– Dijo Papá Nöel.
El Sr. Charles Dickens le dio la espalda y sacó la cabeza por la puerta, metiéndola en la oscuridad.
–Dick– bramó a todo pulmón –sigue vivo.
Otra sombra oscureció el umbral, entró un caballero mucho mayor y más fuerte que llevaba puesta una enorme peluca empolvada. Abanicaba su sofocado rostro con un sombrero militar correspondiente a la moda de la época de la reina Ana. Andaba erguido como un soldado y en su cara había una expresión arrogante que era repentinamente desmentida por sus ojos. Humildes como los de un perro. Su espada hacía mucho ruido, como si la tienda fuese demasiado pequeña para ella.
–En verdad– dijo Sir Richard Steele –Es cuestión harto prodigiosa, pues este hombre se acercaba a su último aliento cuando escribí sobre Sir Roger de Coverley y su día de Navidad.
Mis sentidos se embotaban y el cuarto se oscurecía. Parecía repleto de recién llegados.
Y creo que también escuché a un hombre vestido con malla verde, como Robin Hood, decir en una mezcla de inglés y francés normando “Pero sí lo vi agonizante”.
–Llevo así mucho tiempo– Dijo Papá Nöel otra vez a su débil manera.
–¿Desde cuándo?– preguntó –¿Desde que naciste?
–Sí– contestó el anciano y se dejó caer en su silla temblando –Siempre he agonizado.
El Sr. Charles Dickens se quitó el sombrero haciendo una reverencia como la haría un hombre que llamase a la multitud a amotinarse.
–Ahora lo entiendo– gritó –Nunca morirás.
Gilbert Keith Chesterton