Mostrando entradas con la etiqueta Dickens. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Dickens. Mostrar todas las entradas

02 enero 2019

CHARLES DICKENS, EL GUARDAVÍAS

CHARLES DICKENS
Charles Dickens es un escritor inglés perteneciente al Realismo aunque algunas de sus obras están llenas de fantasmas, apariciones y sucesos paranormales.

El guardavías es un cuento de terror publicado por Dickens en la revista literaria All the Year Round, en diciembre de 1866, en el número extra de Navidad.

La obra transcurre en West Sussex, en Inglaterra, en el túnel de Clayton,  famoso por un terrible accidente de trenes el 25 de agosto de 1861.

Hay que recordar que Dickens también fue víctima de un descarrilamiento en Staplehurst el 9 de junio de 1865.


Según cuentan los periódicos de la época, Dickens participó activamente en la atención de los heridos en ese accidente.


Aquí puedes leer completo el cuento El guardavías de Charles Dickens.


EL GUARDAVÍAS
-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.



-¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?

Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.

El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.

Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.

Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.

Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.

Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.

Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.

-¿Aquella luz está a su cargo, verdad?

-¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja.

Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.

Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.

Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.

-Me mira -dije con sonrisa forzada- como si me temiera.

-No estaba seguro -me respondió- de si lo había visto antes.

-¿Dónde?

Señaló la luz roja que había estado mirando.

-¿Allí? -dije.

Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí».

-Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.

-Creo que sí -asintió-, sí, creo que puedo.

Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.

¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.

Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas si podía-) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.

Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.

En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.

Al levantarme para irme dije:

-Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.

(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)

-Creo que solía serlo -asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio-. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.

Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.

-¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?

-Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.

-Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?

-Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.

-Vendré a las once.

Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.

-Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor -dijo en su peculiar voz baja-. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!

Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien».

-Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche?

-Dios sabe -dije-, grité algo parecido…

-No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.

-Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.

-¿Por ninguna otra razón?

-¿Qué otra razón podría tener?

-¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?

-No.

Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.

A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.

-No he llamado -dije cuando estábamos ya cerca-. ¿Puedo hablar ahora?

-Por supuesto, señor.

-Buenas noches y aquí tiene mi mano.

-Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.

Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.

-He decidido, señor -empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro-, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.

-¿Esa equivocación?

-No. Esa otra persona.

-¿Quién es?

-No lo sé.

-¿Se parece a mí?

-No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.

Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía».

-Una noche de luna -dijo el hombre-, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.

-¿Dentro del túnel? -pregunté.

-No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad».

Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.

Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.

Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:

-Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.

Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.

De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.

-Esto -dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos- fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.

Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.

-¿Lo llamó?

-No, estaba callado.

-¿Agitaba el brazo?

-No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.

Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.

-¿Se acercó usted a él?

-Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.

-¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?

Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:

-Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.

Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.

-Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.

No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:

-Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.

-¿Junto a la luz?

-Junto a la luz de peligro.

-¿Y qué hace?

El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó:

-No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla.

Me agarré a esto último:

-¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?

-Por dos veces.

-Bueno, vea -dije- cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.

Negó con la cabeza.

-Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.

-¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?

-Estaba allí.

-¿Las dos veces?

-Las dos veces -repitió con firmeza.

-¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?

Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.

-¿Lo ve? -le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.

Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.

-No -contestó-, no está allí.

-De acuerdo -dije yo.

Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.

-A estas alturas comprenderá usted, señor -dijo-, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?».

No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.

-¿De qué nos está previniendo? -dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando-. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?

Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.

-Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación -continuó, secándose las manos-. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer?

El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.

-Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro -continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación-, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir. Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?

Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.

No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.

Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.

La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora -me dije a mí mismo-, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.»

Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.

Con la inequívoca sensación de que algo iba mal -y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera- descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.

-¿Qué pasa? -pregunté a los hombres.

-Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.

-¿No sería el que trabajaba en esa caseta?

-Sí, señor.

-¿No el que yo conozco?

-Lo reconocerá si le conocía, señor -dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona-, porque el rostro está bastante entero.

-Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? -pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.

-Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.

El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:

-Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.

-¿Qué dijo usted?

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!

Me sobresalté.

-Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.

Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo -no él- había acompañado -y tan sólo en mi mente- los gestos que él había representado.

FIN


BBC GHOST STORIES THE SIGNALMAN BY CHARLES DICKENS



Los datos e imágenes para esta entrada han sido tomados entre otras fuentes de los siguientes lugares: Charles Dickens Museum, Dickensroundtheclock, Sebra Print y BBC Ghost Stories - Part 8 - The Signalman.



26 mayo 2014

CHARLES DICKENS, UN CUENTO DE NAVIDAD


UN CUENTO DE NAVIDAD

Un cuento de Navidad es, por un lado, la narración navideña por excelencia y por otro es un relato que incluye fantasmas y viajes en el tiempo.
Esta breve novela, fue escrita por Charles Dickens en 1843.
Por sencilla que nos parezca, realiza una verdadera crítica social sobre las personas que tienen grandes fortunas y no las comparten e intentan hacerse más y más ricos aunque eso les suponga explotar a sus trabajadores, tal y como lo hace Scrooge el protagonista de esta obra.
Charles Dickens pintado en 1842 por Francis  Alexander


LAS FUENTES
Para escribir la obra, Dickens se basó en la realidad denigrante de la situación de muchos menores durante la Revolución industrial en la Inglaterra del siglo XIX.

Niño mendigo por John George Brown


Era muy habitual en aquella época el maltrato de los niños y jóvenes proletarios que trabajaban, estudiaban o mendigaban en las condiciones más crueles.

Para documentarse mejor, Dickens leyó informes del parlamento británico sobre las condiciones de miseria en los menores de edad.
ARGUMENTO

En Un cuento de Navidad se nos habla de cómo una persona huraña o tacaña puede cambiar su manera de ver la vida durante la Navidad.
ESTRUCTURA DEL RELATO:

La obra se divide en tres partes:

1.- PREFACIO: 


Que narra como el viejo avaro Scrooge no celebra la Navidad sin importarle lo que pase.

2.- LOS ESPÍRITUS:

Visitan al anciano Scrooge y le van mostrando las distintas Navidades.

EL ESPÍRITU DE LA NAVIDAD DEL PASADO: 

Muestra a Scrooge antes de ser avaro y apático con la Navidad.

EL ESPÍRITU DE LA NAVIDAD DEL PRESENTE:

Cuenta cómo se celebra la Navidad en su país, su familia y en la de su empleado Bob Cratchit que, a pesar de su pobreza, es muy feliz con su familia.

EL ESPÍRITU DE LA NAVIDAD DEL FUTURO:
Presenta la tragedia de la ruina de Scrooge y la visita a su tumba.

3.- LA CONCLUSIÓN:

En ella se relata el cambio del viejo Scrooge cuando finalmente celebra la Navidad con gran regocijo y alegría.

SI QUIERES LEER UN CUENTO DE NAVIDAD DE CHARLES DICKENS, AQUÍ PUEDES HACERLO:

http://www.crae.com/biblioteca/llibres/cuentodenavidad.pdf
EL PUDIN DE NAVIDAD:
El Christmas Pudding es una densa pasta hecha a base de frutos silvestres secos, azúcar y especias humedecido con brandy.

Posee un característico color marrón oscuro practicamente negro y un aroma especiado profundo.
Este delicioso bizcocho es el dulce tradicional de las navidades inglesas.

Muchas familias tienen su propia receta para elaborar el pudin durante la Navidad. 
Por regla general, los más orgullosos son los que tienen recetas traspasadas de generación en generación.


MANUSCRITO DE DICKENS:
Si tienes curiosidad por ver qué letra tenía Charles Dickens, aquí puedes ver un original manuscrito de Un cuento de Navidad:
Manuscrito de Un cuento de Navidad











02 enero 2014

CHARLES DICKENS, UN ÁRBOL DE NAVIDAD


CHARLES DICKENS, UN ÁRBOL DE NAVIDAD
Un árbol de Navidad, publicado por Dickens en su revista literaria semanal Household Words en 1850,  es un relato inspirado por los niños congregados en torno a una nueva tradición llegada a Inglaterra de origen  alemán, el árbol de Navidad.
El árbol de navidad probablemente lo trajo a Inglaterra el príncipe Alberto, consorte de la reina Victoria, con quien se casó en 1840.

Recogemos aquí un fragmento de ese relato de ambiente navideño con el subtítulo de "Fantasmas de Navidad".

FANTASMAS DE NAVIDAD


...Me gusta volver a casa en Navidad. Todos lo hacemos, o deberíamos hacerlo.

Deberíamos volver a casa en vacaciones, cuanto más largas 
mejor, desde el internado en el que nos pasamos la vida trabajando en nuestras tablas aritméticas, para así descansar. Viajamos hasta casa a través de un paisaje invernal, por campos cubiertos por una niebla baja, entre pantanos y brumas, subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo oscuras como cavernas entre las espesas plantaciones que llegan a tapar casi las estrellas chispeantes; y así hasta que estamos en las amplias mesetas y finalmente nos detenemos, con un silencio repentino, en una avenida. En el aire helado la campana de la puerta tiene un sonido profundo que casi parece terrible; la puerta se abre sobre sus goznes y al llegar hasta una casa grande las brillantes luces nos parecen más grandes tras las ventanas, y las filas de árboles que hay frente a ellas parecen apartarse solemnemente hacia los lados, como para dejarnos pasar. Durante todo el día, a intervalos, una liebre asustada ha salido corriendo a través de la hierba cubierta de nieve; o el repiqueteo distante de un rebaño de ciervos pisoteando el duro hielo ha acabado también, por un minuto, con el silencio. Si pudiéramos verles sus ojos vigilantes bajo los helechos, brillarían ahora como las gotas heladas del rocío sobre las hojas; pero están inmóviles, y todo está callado. Y así, las luces se van haciendo más grandes, y los árboles se apartan hacia atrás ante nosotros para cerrarse de nuevo a nuestra espalda, como impidiéndonos la retirada, y llegamos a la casa.

Probablemente huele todo el tiempo a castañas asadas y otras cosas buenas y reconfortantes, pues estamos contando historias de Navidad, historias de fantasmas, o más vergonzosas para nosotros, alrededor del fuego de Navidad, y no nos hemos movido salvo para acercarnos un poco más a él. Pero dejemos eso.


Llegamos a la casa y es una casa antigua, repleta de grandes chimeneas en las que la leña arde en el hogar sobre viejas tenazas, y retratos horrendos (algunos de ellos con leyendas también horrendas) miran con saña y desconfianza desde el entablado de roble de las paredes. Somos un noble de edad mediana y damos una generosa cena con nuestro anfitrión y anfitriona y sus invitados, es Navidad y la vieja casa está llena de invitados, y después nos vamos a la cama.

Nuestra habitación es muy antigua. Está recubierta de tapices. No nos gusta el retrato de un caballero vestido de verde colocado sobre la repisa de la chimenea. En el techo hay grandes vigas negras y para nuestro acomodo particular contamos con una enorme cama negra a la que en los pies le sirven de apoyo dos figuras negras también grandes que parecen salidas de dos tumbas de la antigua iglesia que tenía el barón en el parque. Pero no somos un noble supersticioso, y no nos importa. ¡Todo va bien! Despedimos a nuestro criado, cerramos la puerta y nos sentamos delante del fuego vestido con el camisón, meditando en muchas cosas.


Finalmente, nos metemos en la cama. ¡Muy bien! No podemos dormir. Damos vueltas y más vueltas, pero no podemos dormir. Las ascuas de la chimenea arden bien y dan a la habitación un aspecto fantasmal. No podemos evitar escudriñar, por encima del cobertor, las dos figuras negras y el caballero... ese caballero vestido de verde y de apariencia perversa. Con la luz parpadeante dan la impresión de avanzar y retroceder, lo cual, a pesar de que no seamos en absoluto un noble supersticioso, no resulta agradable.

¡Muy bien! Nos ponemos nerviosos... más y más nerviosos. Decimos: «esto es una verdadera estupidez, pero no podemos soportarlo; simularemos estar enfermos y llamaremos a alguien».

¡Muy bien! Precisamente vamos a hacerlo cuando la puerta cerrada se abre y entra una mujer joven, de palidez mortal y de cabellos rubios y largos que se desliza hasta la chimenea, y se sienta en la silla que hemos dejado allí, frotándose las manos. Nos damos cuenta entonces de que su ropa está húmeda. La lengua se nos pega al velo del paladar y no somos capaces de hablar, pero la observamos con precisión.

Su ropa está húmeda, su largo cabello está salpicado de barro húmedo, va vestida según la moda de hace doscientos años, y lleva en su ceñidor un manojo de llaves oxidadas. ¡Muy bien! Se sienta allí y ni siquiera podemos desmayarnos del estado en el que no encontramos. Entonces ella se levanta y prueba todas las cerraduras de la habitación con las llaves oxidadas, sin que encuentre ninguna que vaya bien; después fija la mirada en el retrato del caballero vestido de verde y con una voz baja y terrible exclama:

«¡El hombre lo sabe!»

Después se vuelve a frotar las manos, pasa junto al borde de la cama y sale por la puerta. Nos apresuramos a ponernos la bata, cogemos las pistolas (siempre viajamos con ellas) y la seguimos, pero encontramos la puerta cerrada. Damos la vuelta a la llave, miramos en el pasillo oscuro y no hay nadie. Lo recorremos tratando de encontrar a nuestro criado. No es posible.

Recorremos el pasillo hasta que despunta el día y luego regresamos a nuestra habitación vacía, caemos dormidos y nos despierta nuestro criado (nunca hay nada que le hechice a él) y el sol brillante. ¡Muy bien! Tomamos un desayuno terrible y todos dicen que tenemos un aspecto extraño. Después del desayuno paseamos por la casa con nuestro anfitrión, y le conducimos hasta el retrato del caballero vestido de verde, y entonces se aclara todo.


Se comportó con falsedad con una joven ama de llaves unida en otro tiempo a esta familia, y famosa por su belleza, que se ahogó en un lago y cuyo cuerpo fue descubierto al cabo de mucho tiempo porque los ciervos se negaban a beber el agua. Desde entonces se ha dicho entre susurros que ella atraviesa la casa a medianoche (pero que va especialmente a esa habitación, en donde acostumbraba a dormir el caballero vestido de verde) probando las viejas cerraduras con las llaves oxidadas. ¡Bien! Le contamos a nuestro anfitrión lo que hemos visto, y una sombra cubre sus rasgos tras lo que nos suplica que guardemos silencio; y así se hace. Pero todo es cierto; y lo contamos, antes de morir (ahora estamos muertos) a muchas personas responsables.


Es infinito el número de casas antiguas con galerías resonantes, dormitorios lúgubres y alas encantadas cerradas durante muchos años, por las cuales podemos pasear, con un agradable hormigueo subiéndonos por la espalda y encontrarnos algunos fantasmas, pero quizá sea digno de mención afirmar que se reducen a muy pocos tipos y clases generales; pues los fantasmas tienen poca originalidad y «caminan» por caminos trillados. Sucede, por ejemplo, que en una determinada habitación de un cierto salón antiguo en donde se suicidó un malvado lord, barón, o caballero, hay en el suelo algunas tablas de las que no se puede borrar la sangre.


Raspas y raspas, como el actual dueño ha hecho, o cepillas y cepillas, como hizo su padre, o friegas y friegas, como hizo su abuelo, o quemas y quemas con ácidos fuertes, como hizo el bisabuelo, pero la sangre seguirá estando allí, ni más roja ni más pálida, ni en mayor ni en menor cantidad; siempre igual. En otra de esas casas hay una puerta encantada que nunca se abrirá; u otra que nunca se cerrará; o un sonido de una rueda de hilar, o un martillo, o unos pasos, o un grito, o un suspiro, un galope de caballos o el rechinar de unas cadenas. O hay un reloj que a medianoche da trece campanadas cuando va a morir el cabeza de familia, o un carruaje sombrío, negro e inmóvil que ve siempre en esos momentos alguien que aguardaba cerca de las amplias puertas del patio del establo. O sucede, como en el caso de Lady Mary, que fue a visitar una casa situada en los Highlands escoceses, y como estaba fatigada por su largo viaje se retiró pronto a la cama y a la mañana siguiente dijo con toda inocencia en la mesa del desayuno:

-¡Me resultó muy extraño que celebraran una fiesta a una hora tan tardía anoche en este remoto lugar y no me hablaran de ella antes de que me acostara!

Entonces todos preguntaron a Lady Mary lo que quería decir. Y ésta contestó:

-Bueno, anoche todo el tiempo oí carruajes que daban vueltas y más vueltas alrededor de la terraza, bajo mi ventana.


Entonces el dueño de la casa se puso pálido, lo mismo que su señora, y Charles Macdoodle de Macdoodle hizo señas a Lady Mary de que no dijera más, y todos guardaron silencio. Tras el desayuno, Charles Macdoodle le contó a Lady Mary que según una tradición de la familia era un presagio de muerte que los carruajes dieran vueltas por la terraza. Y así fue, pues dos meses más tarde moría la señora de la casa. Y Lady Mary, que era doncella de honor en la Corte, contó a menudo esta historia a la Reina Charlotte; y es por esto que el viejo rey decía siempre: «¿Cómo, cómo? ¿Qué, qué? ¿Fantasmas, fantasmas? ¡No existen, no existen!» Y no dejaba de decir esa frase hasta que se iba a la cama.


Y ahora bien, un amigo de alguien al que casi todos conocemos, cuando era un joven que estaba cursando estudios tenía un amigo especial con el que había hecho el pacto de que, si era posible que el espíritu retornara a esta tierra después de separarse del cuerpo, aquel de los dos que muriera primero se le aparecería al otro. Nuestro amigo se olvidó de ese pacto con el curso del tiempo; los dos jóvenes habían progresado en la vida, habían tomado caminos divergentes y se habían separado. Pero una noche muchos años después, estando nuestro amigo en el norte de Inglaterra, y quedándose a pasar la noche en una posada de los páramos de Yorkshire, miró desde la cama hacia fuera; y allí, bajo la luz de la luna, apoyado en un buró cercano a la ventana, y mirándole fijamente, vio a su antiguo compañero de estudios. Cuando éste se dirigió con solemnidad hacia la aparición, ésta respondió en una especie de susurro pero bien audible:

-No te acerques a mí. Estoy muerto. He venido aquí para cumplir mi promesa. ¡Vengo del otro mundo, pero no puedo revelar sus secretos!

En ese momento empezó a volverse más pálido y se fundió, por así decirlo, con la luz de la luna, desapareciendo en ella.


O está el caso de la hija del primer ocupante de la pintoresca casa isabelina, tan famosa en nuestra vecindad. ¿Ha oído hablar de ella? ¿No? Bueno, la hija salió una noche de verano en el momento del crepúsculo; era una joven muy hermosa, de diecisiete años de edad, y se disponía a coger flores del jardín, pero de pronto llegó corriendo, aterrada, hasta el salón donde estaba su padre, a quien le dijo:

-¡Ay, querido padre, me he encontrado conmigo misma!

Él la cogió en sus brazos y le dijo que todo era una fantasía, pero ella replicó:

-¡Oh, no! Me encontré conmigo en el camino ancho, y yo estaba pálida, y recogía flores marchitas, y giraba la cabeza y las levantaba!

Y aquella noche murió la joven; y se empezó a hacer un cuadro con su historia, pero no se terminó nunca, y dicen que ha estado hasta hoy en algún lugar de la casa, con el rostro vuelto hacia la pared.


O la historia del tío de la esposa de mi hermano, que volvía a casa cabalgando al atardecer de un hermoso día y en una calle arbolada cercana a su casa vio a un hombre de pie ante él en el centro mismo de la estrecha calzada.

«¿Qué hace ese hombre del manto ahí parado?», pensó. «¿Quiere que pase con el caballo por encima de él?»

Pero la figura no se movió. Al verlo tan quieto tuvo una sensación extraña, pero siguió avanzando, aunque aflojando el trote. Cuando estuvo tan cerca que llegó a tocarlo casi con el estribo el caballo se asustó y la figura se deslizó hacia arriba, hasta la acera, de una manera curiosa y nada natural: hacia atrás, sin que pareciera utilizar los pies, hasta que desapareció. El tío de la esposa de mi hermano exclamó:

-¡Por el Dios de los cielos! ¡Si es mi primo Harry, el de Bombay!

Espoleó al caballo, que de pronto se había puesto a sudar profusamente, y extrañándose de tan rara conducta dio la vuelta para dirigirse hacia la fachada de su casa. Cuando llegó allí vio la misma figura, que pasaba en ese momento junto a la alargada ventana francesa de la sala de estar, en la planta baja. Le pasó las bridas a un criado y se dirigió presurosamente hacia la figura. Allí estaba sentada su hermana, a solas.

- Alice, ¿dónde está mi primo Harry?

-¿Tu primo Harry, John?

-Sí, el de Bombay. Acabo de encontrarme con él ahora en la avenida, y le vi entrar aquí hace un instante.

Pero nadie había visto a nadie y tal como después se supo, en ese mismo instante moría en India aquel primo.


O está la historia de esa sensible y anciana dama soltera que murió a los noventa y nueve años de edad manteniendo sus facultades hasta el último momento y vio realmente al chico huérfano. Es una historia que a menudo se ha contado incorrectamente, pero de la que la verdad auténtica es ésta, lo sé porque en realidad es una historia de nuestra familia, y ella era amiga de la casa. Cuando tenía unos cuarenta años de edad, y seguía poseyendo una hermosura poco común (su amado murió joven, razón por la cual ella nunca se casó, a pesar de tener numerosas ofertas), fijó su residencia en un lugar de Kent, que su hermano, un comerciante con India, había comprado recientemente.

Se contaba la historia de que en otro tiempo aquel lugar estuvo a cargo del tutor de un joven, que ese tutor sería el segundo heredero y que mató al muchacho con su tratamiento duro y cruel. Ella nada sabía de tales cosas. Se ha dicho que en el dormitorio de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al muchacho. Es falso. Sólo había un gabinete. Ella se acostó, no hizo llamada alguna durante la noche, pero por la mañana le dijo con toda tranquilidad a la doncella cuando ésta entró:

-¿Quién es ese guapo mocito de aspecto abandonado que estuvo mirando hacia fuera desde el gabinete toda la noche?


La doncella contestó lanzando un fuerte grito y echando a correr al instante. La dama se sorprendió de aquello, pero era una mujer de notable fuerza mental, por lo que se vistió ella sola, bajó las escaleras y acudió a reunirse con su hermano:

-Walter, toda la noche me ha estado inquietando un guapo mocito de aspecto abandonado que constantemente miraba hacia fuera desde el gabinete que hay en mi habitación, y que no puedo abrir. Ahí debe haber algún truco.

-Me temo que no, Charlotte -contestó el hermano-, pues es la leyenda de la casa. Es el huérfano. ¿Qué es lo que hizo?

-Abrió la puerta con suavidad y miró hacia fuera. A veces penetraba uno o dos pasos en la habitación. Entonces yo le llamaba, para animarle, y él se encogía, se estremecía y volvía a meterse de nuevo, cerrando la puerta.

-Charlotte, el gabinete no tiene comunicación con ninguna otra parte de la casa, y está cerrado con clavos.

Aquello era indudablemente cierto y dos carpinteros necesitaron una mañana entera para abrir la puerta y poder examinar el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó convencida de que había visto al huérfano.


Pero lo terrible de la historia es que fue visto sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, todos los cuales murieron jóvenes. En cada ocasión, el niño enfermaba, regresaba a casa con fiebre, doce horas antes de la muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo un cierto roble que había en un prado con un chico extraño, un chico de buen aspecto, pero que parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas. A partir de esa experiencia fatal los padres llegaron a saber que se trataba del huérfano, y que el destino del niño al que había elegido como compañero de juegos estaba seguramente fijado.
Charles Dickens 
A Christmas Tree 
(Fragmento)