27 noviembre 2021

ROMANCE DE ESE CONDE DON MANUEL. ROMANCERO VIEJO


ROMANCE DE ESE CONDE DON MANUEL

 

Ese conde don Manuel,
que de León es nombrado,
hizo un hecho en la corte
que jamás será olvidado,
con doña Ana de Mendoza,
dama de valor y estado.
Y es que después de comer,
andándose paseando
por el palacio del rey,
y otras damas a su lado,
y caballeros con ellas
que las iban requebrando,
a unos altos miradores
por descanso se han parado,
y encima la leonera,
la doña Ana ha asomado,
y con ella casi todos,
cuatro leones mirando,
cuyos rostros y figuras
ponían temor y espanto.
Y la dama por probar
cuál era más esforzado,
dejóse caer el guante,
al parecer, descuidado.
Dice que se le ha caido,
muy a pesar de su grado.
Con una voz melindrosa
de esta suerte ha proposado:
--¿Cuál será aquel caballero
de esfuerzo tan señalado,
que saque de entre leones
el mi guante tan preciado?,
que yo lo doy mi palabra
que será mi requebrado;
será entre todos querido,
entre todos más amado.--
Oído lo ha don Manuel,
caballero muy honrado,
que de la afrenta de todos
también su parte ha alcanzado.
Sacó la espada de cinta,
revolvió su manto al brazo;
entró dentro la leonera
al parecer demudado.
Los leones se lo miran,
ninguno se ha meneado;
salióse libre y exento
por la puerta do había entrado.
Volvió la escalera arriba,
el guante en la izquierda mano,
y antes que el guante a la dama
un bofetón le hubo dado,
diciendo y mostrando bien
su esfuerzo y valor sobrado:
-Tomad, tomad, y otro día,
por un guante desastrado
no pornéis en riesgo de honra
a tanto buen fijo dalgo;
y a quien no le pareciere
bien hecho lo ejecutado,
a ley de buen caballero
salga en campo a demandallo.-
La dama le respondiera
sin mostrar rostro turbado:
-No quiero que nadie salga,
basta que tengo probado
que sedes vos, don Manuel,
entre todos más osado;
y si de ello sois servido
a vos quiero por velado:
marido quiero valiente,
que ose castigar lo malo.
En mí el refrán que se canta
se ha cumplido, ejecutado,
que dice: «El que bien te quiere,
ese te habrá castigado».--
De ver que a virtud y honra
el bofetón ha aplicado,
y con cuanta mansedumbre
respondió, y cuán delicado,
muy contento y satisfecho
don Manuel se lo ha otorgado;
y allí en presencia de todos,
los dos las manos se han dado.



El caballero con el león por John Howe

¿QUIÉN ES MANUEL PONCE DE LEÓN?
Manuel Ponce de León, apodado "El Valiente", nacido en 1447 en Mairena del Alcor (Sevilla), es un aventurero y héroe del romancero fronterizo.
Se incluye en el grupo de caballeros que participaban en combates singulares.
Corrió aventuras famosas, como la de haberse introducido en la leonera del Alcázar de Segovia para recuperar el guante de una dama que lo dejó caer,  que tuvo gran resonancia y tratamiento literario, como demuestra el hecho de que Cervantes se hiciera eco de ella en El Quijote.
El episodio también se recogió en el romance conocido como Ese conde don Manuel y se menciona también en el Infierno de amor de Garci Sánchez de Badajoz  de 1511: 

Y vi más a don Manuel 
de León armado en blanco 
y el amor, la ystoria dél, 
de muy sforzado y franco, 
pintado con vn pinzel. 
Entre las quales pinturas
vide las siete figuras 
de los moros que mató 
los leones que domó, 
y otras dos mil aventuras 
que de vencido venció. 
(Carriazo, 2002: 115-116)

La temática tratada en el romance de la jaula y los leones guarda innumerables reminiscencias históricas y literarias, siendo la más famosa probablemente el episodio primero del Tercer Cantar del Poema de Mio Cid, donde Rodrigo Díaz de Vivar somete al león que tanto pánico había causa en la corte, amedrentando a los infantes de Carrión.
Sin embargo, será la historia de don Manuel –y no la cidiana– la que llegue al Quijote de Miguel de Cervantes, que menciona al heroico personaje hasta dos veces. Es en la Parte I, capítulo XLIX, donde lo incluye entre una larga nómina de ilustres caballeros: "Un Viriato tuvo Lusitania, un César, Roma; un Anibal, Cartago; un Alejandro, Grecia; un conde Fernán González, Castilla; un Cid, Valencia; un Gonzalo Fernández, Andalucía; un Diego García de Paredes, Extremadura; un Garci Pérez de Vargas, Jerez; un Garcilaso, Toledo; un don Manuel de León, Sevilla, cuya lección de sus valerosos hechos puede entretener, enseñar, deleitar y admirar a los más altos ingenios que los leyeren."
Y en la comedia de Lope de Vega que lleva el título de El guante de doña Blanca  también ha visto la crítica que podría aludirse a este episodio, aunque no se haga referencia explícita al romance dentro de la obra. 

FUENTES UTILIZADAS
Para la realización de esta entrada se han utilizado, entre otras, las siguientes fuentes: Pan-Hispanic Ballad Project: Versión de España. Recogida 00/00/1573 Publicada en Códice del siglo XVI. En el Rom. gen. del señor Durán y Timoneda, Rosa gentil (Romance de don Manuel de León*). Reeditada en Wolf 1856b, Primavera y Flor de Romances, nº 134, vol. II, pp. 45-48. 084 hemist. Música registrada.
CASTAÑO SANTOS, S. Dos apotegmas desconocidos sobre el caballero don Manuel Ponce de León en El cortesano (1561) de Luis Milán
https://parnaseo.uv.es/Tirant/Butlleti.21/8_Castano_Apotegmas_3.pdf
Polymath Virtual Library Real academia de la Historia.DB~e. Los dibujos pertenecen al ilustrador John Howe  https://www.john-howe.com/





12 noviembre 2021

LOS SEFARDITAS, MORENIKA

La novia judía por Delacroix
LOS SEFARDITAS
Los judíos sefardíes o sefarditas son los descendientes de los judíos que vivieron en la Península Ibérica (España y Portugal) hasta 1492, y que están ligados a la cultura hispánica mediante la lengua y la tradición.
Expulsión de los judíos por Emilio Sala y Francés
Los judíos fueron expulsados de España por los Reyes Católicos, el 31 de julio de 1492, en virtud del Edicto de Granada que establecía la obligación de abandonar el territorio español para todos los judíos, salvo aquellos que se convirtiesen al cristianismo.

La mayoría de los sefardíes optaron por el exilio, y casi todos ellos fueron recibidos por el sultán Bayaceto II en el Imperio otomano. 
Otra parte se estableció en Marruecos, Holanda y algunos países de Europa Central.
Bayaceto II

Se calcula que en la actualidad, la comunidad sefardí alcanza los dos millones de integrantes, la mayor parte de ellos residentes en Israel, Francia, Estados Unidos y Turquía. También llegaron a México y Sudamérica, principalmente a Argentina y Chile, judíos sefardíes que acompañaron a los conquistadores españoles y portugueses y de esta manera escaparon de las persecuciones en España.


Los judíos españoles rara vez se mezclaron con la población autóctona de los sitios donde se asentaron, ya que la mayor parte de éstos eran gente educada y de mejor nivel social que los lugareños, situación que les permitió conservar intactas todas sus tradiciones y, mucho más importante aún, el idioma.

Los sefardíes continuaron hablando, durante casi cinco siglos, el castellano antiguo, mejor conocido hoy como judeoespañol, ladino o djudezmo que trajeron consigo de España.
Los sefardíes al ser expulsados de España llevaron su música y tradiciones a Turquía, Grecia y Bulgaria, países donde se establecieron principalmente. 
Han sabido mantener las canciones en castellano que heredaron de sus antepasados ibéricos pese al paso de los siglos y añadir palabras propias de cada idioma autóctono.
ESCUCHA LA MÚSICA  Y LAS CANCIONES DE LOS SEFARDÍES
 
MORENIKA

Morenika a mi me llaman,
yo blanca nasí,
y del sol del enverano
yo me hize ansí.
Morenika,
graciosica sos,
Tú morena y yo gracioso
y ojos pretos tú.
Morenika a mi me llaman
los marineros.
Si otra vez a mi me llaman,
me vo yo con ellos.
Morenika,
graciosica sos.
Tú morena y yo gracioso
y ojos pretos tú.
Shecharchoret yikre'uni
tzach haya ori
umilahat shemesh kayitz
va'ani shechori
Morenika,
graciosica sos,
Tú morena y yo gracioso
y ojos pretos tú.
Morenika,
graciosica sos,
Tú morena y yo gracioso
y ojos pretos tú.
Tú morena y yo gracioso
y ojos pretos tú.

¿POR QUÉ LLORAS BLANCA NIÑA?

TRES HERMANIKAS ERAN

LAS LLAVES DE SEFARAD

Los sefarditas conservaron durante siglos las llaves de sus casas en España pensando en poder regresar algún día.
También conservaron la lengua, la música y las canciones de su época: Morenika, Tres hermanikas eran y la nana Durme, durme son ejemplos de ese recuerdo de España.

TEXTOS EN SEFARDITA, LADINO, DJUDEZMO O JUDEOESPAÑOL
El djudeo-espanyol, djudio, djudezmo o ladino es la lingua favlada por los sefardim, djudios ekspulsados de la Espanya enel 1492. Es una lingua derivada del espanyol i favlada por 150.000 personas en komunitas en Israel, la Turkia, antika Yugoslavia, la Gresia, el Maruekos, Mayorka, las Amerikas, entre munchos otros.

Esther Levi (nasio en Yerushalayim en 1920) es una de las kontaderas mas konosidas en Ladino al dia de oy. Eya esta entrevistada por Zelda Ovadia. Numero de katalog ANLV0105.

En el archivo de la Autoridad Nasionala del Ladino i su Kultura se guadra una seria de dokumentales, en los kualos avlantes del Ladino de varios payizes son entrevistados i kontan de sus vidas. Estos filmos, ke fueron kreados por Enrico Isacco son una kontribusion mas de este sinyor, djunto kon la koleksion de fotografias del mundo sefaradi, ke se topan, tambien, en muestro alkanse.
AQUÍ TIENES ALGUNOS REFRANES SEFARDITAS
EMISIÓN DE RADIO EN SEFARDÍ
Si te apetece escuchar el ladino o sefardí, en este enlace puedes hacerlo:
SEFARAD Recorrido por la tradición y cultura sefardíes

Sinagoga de Santa María la Blanca en Toledo (España)




01 noviembre 2021

EDGAR ALLAN POE, LA ESFINGE


EDGAR ALLAN POE 
Edgar Allan Poe situa este breve relato de terror durante una epidemia de cólera en Nueva York. 
Por su temática está incluido en la que llamaremos literatura en torno a las pandemias de la que serían buenos ejemplos el Decamerón de Giovanni Boccaccio, Diario del año de la peste de Daniel Defoe, La peste escarlata de Jack London, La peste de Albert Camus, La amenaza de Andrómeda de Michael Crichton o La máscara de la muerte roja del propio Allan Poe.
 
LA ESFINGE
Durante el espantoso reinado del cólera en Nueva York acepté la invitación de un pariente a pasar quince días en el retiro de su confortable cottage, a orillas del Hudson. Teníamos allí todos los habituales medios de diversión veraniegos; y vagabundeando por los bosques con nuestros cuadernos de diseño, navegando, pescando, bañándonos, con la música y los libros hubiéramos pasado bastante bien el tiempo, de no ser por las temibles noticias que nos llegaban todas las mañanas de la populosa ciudad. No transcurría un día sin que nos trajeran nuevas de la muerte de algún conocido. Por lo tanto, como la mortalidad aumentaba, aprendimos a esperar diariamente la pérdida de algún amigo. Al fin temblábamos ante la cercanía de cada mensajero. El mismo aire del sur nos parecía impregnado de muerte. Este paralizante pensamiento se apoderó de mi alma toda. No podía hablar, ni pensar, ni soñar en nada. Mi huésped era de temperamento menos excitable y, aunque su ánimo estaba muy deprimido, se esforzaba por confortar el mío. En ningún momento lo imaginario afectaba su intelecto, bien nutrido de filosofía. Estaba suficientemente vivo para los terrores concretos, pero sus sombras no lo atemorizaban.
Sus intentos por sacarme del estado de anormal melancolía en que me hallaba sumido fueron frustrados en gran medida por ciertos volúmenes que yo había encontrado en su biblioteca. Por su índole, tenían fuerza suficiente para hacer germinar cualquier simiente de superstición hereditaria que se hallara latente en mi pecho. Había estado leyendo estos libros sin que él lo supiese, y, por lo tanto, le resultaba imposible explicarse a veces las violentas impresiones que habían hecho en mi fantasía.

Uno de mis tópicos favoritos era la creencia popular en presagios, creencia que en esa época de mi vida yo estaba seriamente dispuesto a defender. Teníamos largas y animadas discusiones sobre este punto, en las que él sostenía la absoluta falta de fundamento de la fe en tales cosas, y yo replicaba que un sentimiento popular nacido con absoluta espontaneidad —es decir, sin aparentes huellas de sugestión— tiene en sí mismo inequívocos elementos de verdad y es digno de mucho respeto.

El hecho es que, poco después de mi llegada a la casa, me ocurrió un incidente tan absolutamente inexplicable y que tenía en sí tanto de ominoso, que bien se me podía excusar si lo consideraba como un presagio. Me aterró y al mismo tiempo me dejó tan confundido y tan perplejo, que transcurrieron varios días antes de que me resolviera a comunicar la circunstancia a mi amigo.

Casi al final de un día de calor abrumador, estaba yo sentado con un libro en la mano delante de una ventana abierta desde la cual dominaba, a través de la larga perspectiva formada por las orillas del río, la vista de una distante colina cuya ladera más cercana había sido despojada por un desmoronamiento de la mayor parte de sus árboles. Mis pensamientos habían errado largo tiempo desde el volumen que tenía delante, a la tristeza y desolación de la vecina ciudad. Levantando los ojos de la página, cayeron éstos en la desnuda ladera de la colina y en un objeto, en una especie de monstruo viviente de horrible conformación, que rápidamente se abrió camino desde la cima hasta el pie, desapareciendo por fin en el espeso bosque inferior. Al principio, cuando esta criatura apareció ante la vista, dudé de mi razón o, por lo menos, de la evidencia de mis sentidos, y transcurrieron algunos minutos antes de lograr convencerme de que no estaba loco ni soñaba. Sin embargo, cuando describa el monstruo (que vi claramente y vigilé durante todo el período de su marcha), para mis lectores, lo temo, será más difícil aceptar estas cosas de lo que lo fue para mí.

Considerando el tamaño del animal en comparación con el diámetro de los grandes árboles junto a los cuales pasara —los pocos gigantes del bosque que habían escapado a la furia del desmoronamiento—, concluí que era mucho más grande que cualquier paquebote existente. Digo paquebote porque la forma del monstruo lo sugería; el casco de uno de nuestros barcos de guerra de setenta y cuatro cañones podría dar una idea muy aceptable de sus líneas generales. La boca del animal estaba situada en el extremo de una trompa de unos sesenta o setenta pies de largo, casi tan gruesa como el cuerpo de un elefante común. Cerca de la raíz de esta trompa había una inmensa cantidad de negro pelo hirsuto, más del que hubieran podido proporcionar las pieles de veinte búfalos; y brotando de este pelo hacia abajo y lateralmente surgían dos colmillos brillantes, parecidos a los del jabalí, pero de dimensiones infinitamente mayores. Hacia adelante, paralelo a la trompa y a cada lado de ella, se extendía una gigantesca asta de treinta o cuarenta pies de largo, aparentemente de puro cristal y en forma de perfecto prisma, que reflejaba de manera magnífica los rayos del sol poniente. El tronco tenía forma de cuña con la cúspide hacia tierra. De él salían dos pares de alas, cada una de casi cien yardas de largo, un par situado sobre el otro y todas espesamente cubiertas de escamas metálicas; cada escama medía aparentemente diez o doce pies de diámetro. Observé que las hileras superior e inferior de alas estaban unidas por una fuerte cadena. Pero la principal peculiaridad de aquella cosa horrible era la figura de una calavera que cubría casi toda la superficie de su pecho, y estaba diestramente trazada en blanco brillante sobre el fondo oscuro del cuerpo, como si la hubiera dibujado cuidadosamente un artista. Mientras miraba aquel animal terrible, y especialmente su pecho, con una sensación de espanto, de pavor, con un sentimiento de inminente calamidad que ningún esfuerzo de mi razón pudo sofocar, advertí que las enormes mandíbulas en el extremo de la trompa se separaban de improviso y brotaba de ellas un sonido tan fuerte y tan fúnebre que me sacudió los nervios como si doblaran a muerto; y, mientras el monstruo desaparecía al pie de la colina, caí de golpe, desmayado, en el suelo.

Al recobrarme, mi primer impulso fue, por supuesto, informar a mi amigo de lo que había visto y oído; y apenas puedo explicar qué sentimiento de repugnancia me lo impidió.

Por fin, una tarde, tres o cuatro días después de lo ocurrido, estábamos juntos en el aposento donde había visto la aparición, yo ocupando el mismo asiento junto a la misma ventana y él tendido en un sofá al alcance de la mano. La asociación del lugar y la hora me impulsaron a referirle el fenómeno. Me escuchó hasta el final; al principio rió cordialmente y luego adoptó un continente excesivamente grave, como si sobre mi locura no cupiese ninguna duda. En ese momento tuve otra clara visión del monstruo, hacia el cual, con un grito de absoluto terror, dirigí su atención. Miró ansiosamente, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le señalé con detalle el camino de la bestia mientras descendía por la desnuda ladera de la colina.

Entonces me alarmé muchísimo, pues consideré la visión, o como un presagio de mi muerte, o, peor aún, como anuncio de un ataque de locura. Me eché violentamente hacia atrás y durante unos instantes hundí la cara en las manos. Cuando me destapé los ojos, la aparición ya no era visible.

Mi huésped, sin embargo, había recobrado en cierto modo la calma de su continente y me interrogaba con minucia sobre la conformación de la bestia. Cuando le hube dado cabal satisfacción sobre este punto, suspiró profundamente, como aliviado de alguna carga intolerable, y siguió conversando con una calma que me pareció cruel sobre varios puntos de filosofía que habían constituido hasta entonces el tema de discusión entre nosotros. Recuerdo que insistió muy especialmente (entre otras cosas) en la idea de que la principal fuente de error de todas las investigaciones humanas se encontraba en el riesgo que corría la inteligencia de menospreciar o sobrestimar la importancia de un objeto por el cálculo errado de su cercanía.

—Para estimar adecuadamente —decía— la influencia ejercida a la larga sobre la humanidad por la amplia difusión de la democracia, la distancia de la época en la cual tal difusión puede posiblemente realizarse no dejaría de constituir un punto digno de ser tenido en cuenta. Sin embargo, ¿puede usted mencionarme algún autor que, tratando del gobierno, haya considerado merecedora de discusión esta particular rama del asunto?

Aquí se detuvo un momento, se acercó a una biblioteca y sacó una de las comunes sinopsis de historia natural. Pidiéndome que intercambiáramos nuestros asientos para poder distinguir mejor los menudos caracteres del volumen, se sentó en mi sillón junto a la ventana y, abriendo el libro, prosiguió su discurso en el mismo tono que antes.

—De no ser por su extraordinaria minucia —dijo— en la descripción del monstruo quizá no hubiera tenido nunca la posibilidad de mostrarle de qué se trata. En primer lugar, permítame que le lea una sencilla descripción del género Sphinx, de la familia Crepuscularia, del orden Lepidóptera, de la clase Insecta o insectos. La descripción dice lo siguiente: «Cuatro alas membranosas cubiertas de pequeñas escamas coloreadas, de apariencia metálica; boca en forma de trompa enrollada, formada por una prolongación de las quijadas, sobre cuyos lados se encuentran rudimentos de mandíbulas y palpos vellosos; las alas inferiores unidas a las superiores por un pelo rígido; antenas en forma de garrote alargado, prismático; abdomen en punta. La Esfinge Calavera ha ocasionado gran terror en el vulgo, en otros tiempos, por una especie de grito melancólico que profiere y por la insignia de muerte que lleva en el corselete».

Aquí cerró el libro y se reclinó en el asiento, adoptando la misma posición que yo ocupara en el momento de contemplar «el monstruo».

—¡Ah, aquí está! —exclamó entonces—. Vuelve a subir la ladera de la colina, y es una criatura de apariencia muy notable, lo admito. De todos modos, no es tan grande ni está tan lejos como usted lo imaginaba; pues el hecho es que, mientras sube retorciéndose por este hilo que alguna araña ha tejido a lo largo del marco de la ventana, considero que debe de tener la decimosexta parte de un pulgada de longitud, y que a esa misma distancia, aproximadamente, se encuentra de mis pupilas.

FIN

Edgar Allan Poe