27 diciembre 2013

G.K.CHESTERTON, LA TIENDA DE LOS FANTASMAS















UN CUENTO DE NAVIDAD DE GILBERT KEITH CHESTERTON
La tienda de los fantasmas, en inglés The shop of ghosts, fue publicado por primera vez por G. K. Chesterton en el periódico londinense Daily News, y luego recogido por la colección de ensayos de 1909 Tremendous Trifles.



LA TIENDA DE LOS FANTASMAS



Casi todo lo mejor y más valioso del universo puede comprarse por medio penique. Exceptuando, por supuesto, el sol, la luna, las estrellas, la tierra, la gente, las tormentas y otras baratijas. Las tienes gratis. Además, dejo de lado otra cosa, que no puedo mencionar en este periódico, cuyo precio más bajo es la mitad de medio penique. Este principio general resultará enseguida evidente. En la calle detrás de mí, puedes montar en un tranvía eléctrico por medio penique. Subirte a un tranvía eléctrico es como subirte a un castillo volador en un cuento de hadas. Puedes hacerte con un buen puñado de chucherías de colores por la mitad de un penique. También tienes la oportunidad de leer este artículo por medio penique, junto con, por supuesto, otras cosas menos importantes.


Pero si quiere descubrir la enorme cantidad de cosas asombrosas que puedes conseguir por medio penique, haz lo que yo hice anoche. Estampé la nariz contra el escaparate de una de las tiendas más pequeñas y peor iluminadas de uno de los callejones más estrechos y oscuros del barrio de Battersea. Pero por oscuro que fuese ese rectángulo de luz, resplandecía con todos los colores que Dios creó, utilizando la expresión que una vez escuché a un niño. Los juguetes de los pobres son todos como los niños que los compran. Sucios pero todos alegres. Por mi parte, prefiero la alegría a la limpieza. La primera es del alma y la segunda del cuerpo. Les ruego que me disculpen, es que soy demócrata. Sé que estoy trasnochado en el mundo actual.

Mientras miraba aquel palacio de maravillas liliputienses, los pequeños autobuses verdes, los pequeños elefantes azules, los muñequitos negros y las pequeñas arcas de Noé rojas, debí caer en una especie de trance antinatural. El escaparate iluminado se transformó en el brillante escenario en que uno contempla una comedia muy entretenida. Me olvidé de las casas grises y de la gente triste a mis espaldas como uno se olvida del público y las galerías oscuras en el teatro. Me parecía que los objetos detrás del cristal eran pequeños no por su tamaño, sino a causa de la distancia. El autobús verde era realmente un autobús verde. Un autobús verde del barrio de Bayswater, que estuviese recorriendo un enorme desierto, al hacer su ruta diaria hasta Bayswater. El elefante ya no era azul por la pintura sino por la distancia. El muñequito era realmente un hombre de raza negra recortándose contra el brillante follaje tropical de la tierra en que cada planta tiene un color ardiente y solo el ser humano es oscuro. El arca de Noé roja era en verdad la enorme nave de la salvación del mundo, flotando en un mar acrecentado por la lluvia, en el rojo primer amanecer de la esperanza.



Creo que todos tenemos estos extraordinarios instantes de abstracción, estos brillantes momentos con la mente en blanco. En momentos semejantes, podemos mirar a la cara a nuestro mejor amigo y ver gafas y bigotes imaginarios. Por lo general están marcados por lo lento que se desarrollan y lo abrupto de su fin. El regreso a la actividad mental normal es a menudo tan repentino como tropezarse con alguien. A menudo, uno termina chocándose de verdad contra alguien, al menos en mi caso. Pero de todos modos, el despertar es claro y, por lo general, completo. Pues bien, en esta ocasión, aunque una ola de cordura me arrastró a la conciencia de que en realidad solamente estaba mirando una humilde y diminuta juguetería, de alguna extraña manera la curación no parecía ser definitiva. Algo que no podía controlar seguía diciéndome que me había adentrado en una atmósfera extraña, o que había hecho algo raro. Me sentía como si hubiese obrado un milagro o cometido un pecado. Era como si de alguna forma hubiese atravesado una frontera del alma.



Para librarme de esta sensación onírica tan peligrosa, entré en la tienda e intenté comprar algunos soldaditos de madera. El dependiente era muy anciano y estaba muy deteriorado. Con medio rostro y toda la cabeza cubiertos de despeinado cabello cano. Un cabello tan increíblemente blanco que parecía artificial. Y aunque parecía senil y enfermo no se reflejaba sufrimiento en sus ojos. Era como si, poco a poco, se estuviese quedando dormido en una decadencia amable. Me dio los soldaditos de madera pero, cuando coloqué el dinero sobre el mostrador, aparentó no verlo en un primer momento. Parpadeó débilmente mirándolo y lo apartó débilmente.



















–No, no– dijo confuso –Nunca lo he hecho así. Nunca. Aquí somos muy anticuados.
–No aceptar dinero me parece algo a la más rabiosa última moda más que anticuado.



–Nunca lo he hecho así– contestó el anciano sonándose los mocos –Siempre he dado regalos y soy demasiado viejo para cambiar.

–¡Por el amor de Dios!– dije –¿Qué quiere decir? Está hablando como si fuese Papá Nöel.

En el exterior, las farolas no podían estar encendidas. En cualquier caso, era imposible ver nada más allá del escaparate iluminado. No se escuchaban pasos ni voces por la calle. Parecía que me hubiese internado en un nuevo mundo en el que el sol no brillaba. Pero algo había soltado las amarras del sentido común y no podía sorprenderme más que de una manera somnolienta.

–Pareces enfermo, Papá Nöel– Algo me impulsó a decir eso.

–Estoy agonizando.

Guardé silencio y fue él quien habló de nuevo.

–Todos los nuevos se han marchado. No lo entiendo. Se meten conmigo por razones tan raras e incoherentes. Los científicos, todos los innovadores. Dicen que le doy a la gente supersticiones y les vuelvo demasiado ilusos, que les doy carnes horneadas y les hago demasiado materialistas. Dicen que mis partes celestiales son demasiado celestiales, que mis partes mundanas son demasiado mundanas. No sé lo que quieren, de eso sí que estoy seguro. ¿Cómo puede algo celestial serlo demasiado? ¿Cómo puede algo mundano ser demasiado mundano? ¿Cómo se puede ser demasiado bueno o demasiado alegre? No lo entiendo. Pero hay algo que entiendo demasiado bien: esta gente moderna está viva y yo muerto.

–Tú sabrás si estás muerto– repliqué –pero a lo que ellos hacen yo no lo llamo vivir.
Un silencio cayó entre nosotros que, de alguna manera, esperé ver roto. No había durado unos segundos, cuando, en medio de la total tranquilidad, escuché unos pasos que, cada vez más rápidos, se acercaban por la calle. Al instante, una figura se lanzó al interior de la tienda y quedó enmarcada en el umbral. Vestía una chistera blanca, echada hacia atrás como con prisa, anticuados pantalones negros ceñidos, anticuados chaleco y chaqueta de colores brillantes y un fantástico abrigo viejo. Tenía los ojos, abiertos y brillantes, de un actor de carácter, una cara pálida y nerviosa y la barba muy recortada. Abarcó al anciano y su tienda en una mirada que fue de verdad como una explosión y lanzó la exclamación de un hombre por completo estupefacto.
–¡Buen Dios! ¡No puedes ser tú!– gritó –Vine a preguntar dónde estaba tu tumba.

–Aún no he fallecido, Sr. Dickens– contestó el anciano con su débil sonrisa –Pero me estoy muriendo– añadió como tranquilizándole

–Pero a paseo con todo si no agonizabas ya en mis tiempos – dijo el Sr. Charles Dickens alegremente – Y no pareces ni un día más viejo.

–Llevó así mucho tiempo– Dijo Papá Nöel.

El Sr. Charles Dickens le dio la espalda y sacó la cabeza por la puerta, metiéndola en la oscuridad.

–Dick– bramó a todo pulmón –sigue vivo.
Otra sombra oscureció el umbral, entró un caballero mucho mayor y más fuerte que llevaba puesta una enorme peluca empolvada. Abanicaba su sofocado rostro con un sombrero militar correspondiente a la moda de la época de la reina Ana. Andaba erguido como un soldado y en su cara había una expresión arrogante que era repentinamente desmentida por sus ojos. Humildes como los de un perro. Su espada hacía mucho ruido, como si la tienda fuese demasiado pequeña para ella.

–En verdad– dijo Sir Richard Steele –Es cuestión harto prodigiosa, pues este hombre se acercaba a su último aliento cuando escribí sobre Sir Roger de Coverley y su día de Navidad.

Mis sentidos se embotaban y el cuarto se oscurecía. Parecía repleto de recién llegados.
–Se ha dado siempre por entendido – dijo un hombre gordo que ladeaba la cabeza en un gesto obstinado y humorístico (Me parece que era Ben Johnson). Se ha dado siempre por entendido, cónsul Jacobo, bajo nuestro rey Jaime o bajo su difunta Majestad la reina, que costumbres tan buenas y saludables decaían. Y que era previsible su desaparición. Este anciano canoso no está ahora menos robusto que cuando yo le eché el ojo.
Y creo que también escuché a un hombre vestido con malla verde, como Robin Hood, decir en una mezcla de inglés y francés normando “Pero sí lo vi agonizante”.

–Llevo así mucho tiempo– Dijo Papá Nöel otra vez a su débil manera.
El Sr. Charles Dickens de repente se le acercó y se inclinó delante de él.

–¿Desde cuándo?– preguntó –¿Desde que naciste?

–Sí– contestó el anciano y se dejó caer en su silla temblando –Siempre he agonizado.

El Sr. Charles Dickens se quitó el sombrero haciendo una reverencia como la haría un hombre que llamase a la multitud a amotinarse.

–Ahora lo entiendo– gritó –Nunca morirás.

Gilbert Keith Chesterton

























05 diciembre 2013

AMBROSE BIERCE, UNA NOCHE DE VERANO





AMBROSE BIERCE
Ambrose Gwinett Bierce es un escritor y periodista estadounidense nacido en Ohio en 1842.

Se crió junto a sus padres y sus doce hermanos en el condado de Kosciusko, Indiana.



Se alistó como voluntario de Infantería en la Guerra Civil Estadounidense, realizó tareas de ingeniero topográfico y participó en diversas batallas.



Se licenció en Periodismo y contrajo matrimonio con Mary Ellen Day, con quien tuvo tres hijos.
Como periodista colaboró en Londres y en Estados Unidos en diversas publicaciones como: The Argonaut, The Overland Monthly, The News Letter y The San Francisco Examiner.

En 1913, viajó a México y se unió al ejército de Pancho Villa.
A partir de entonces, no se supo nada más sobre él.


Su cuerpo jamás apareció y no se tienen datos precisos acerca de su muerte.

Hay versiones que indican que Ambrose Bierce perdió la vida en Ojinaga un año después de haber llegado al territorio azteca.



Hasta existe una creencia popular que indica que el escritor estadounidense fue fusilado en 1914 en el cementerio del pueblo de Sierra Mojada.
 


RELATOS DE AMBROSE BIERCE

Estos son algunos de los títulos que forman parte de la extensa producción de relatos de este escritor:

Cuentos de soldados y civiles 

Fábulas fantásticas

El clan de los parricidas

La cosa maldita 

Un suceso en el puente sobre el río del Búho

EL DICCIONARIO DEL DIABLO



Además de los relatos que le dieron fama, Ambrose Bierce hizo un curioso diccionario formado por 998 definiciones.

El diccionario del Diablo

Es un clásico universal indiscutible de la irreverencia y fue libro de cabecera del filósofo nihilista Cioran.
La pluma mordaz e irreverente de Ambrose Bierce ofrece, en esta obra maestra de la ironía y el cinismo, una corrosiva visión del mundo que, un siglo después de su publicación, conserva su absoluta vigencia.
Muchas de las definiciones, anécdotas y frases presentes en El diccionario del Diablo llegaron a convertirse en algo habitual en la filosofía popular.
Puedes hacer click en el siguiente enlace si quieres consultar este famoso libro:
Diccionario del Diablo


UNA NOCHE DE VERANO


El hecho de que Henry Armstrong estuviera enterrado no era motivo suficientemente convincente como para demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre difícil de persuadir. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba realmente enterrado. Su posición -tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre su estómago y atadas, que rompió fácilmente sin que se alterase la situación-, el estricto confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y el profundo silencio, constituían una evidencia imposible de contradecir y Armstrong lo aceptó sin perderse en cavilaciones.

Pero, muerto... no. Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido, no se preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido. No era un filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba ahora aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Henry Armstrong.

Pero algo todavía se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano, rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes, las cuales avanzaban por el este preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores proyectaban una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto. No era una noche propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Henry Armstrong, se sentían razonablemente seguros.

Dos de ellos eran jóvenes estudiantes de una Facultad de Medicina que se hallaba a unas millas de distancia; el tercero era un gigantesco negro llamado Jess. Desde hacía muchos años Jess estaba empleado en el cementerio en calidad de sepulturero, y su chanza favorita era la de que "conocía todas las ánimas del lugar". Por la naturaleza de lo que ahora estaba haciendo, podía inferirse que el lugar no estaba tan poblado como su libro de registro podía hacer suponer.

Al otro lado del muro, apartados de la carretera, podían verse un caballo y un carruaje ligero, esperando.

El trabajo de excavación no resultaba difícil; la tierra con la cual había sido rellenada la tumba unas horas antes ofrecía poca resistencia, y no tardó en quedarse amontonada a uno de los lados de la fosa. El levantar la tapadera del ataúd requirió más esfuerzo, pero Jess era práctico en la tarea y terminó por colocar cuidadosamente la tapadera sobre el montón de tierra, dejando al descubierto el cadáver, ataviado con pantalones negros y camisa blanca.

En aquel preciso instante, un relámpago zigzagueó en el aire, desgarrando la oscuridad, y casi inmediatamente estalló un fragoroso trueno. Arrancado de su sueño, Henry Armstrong incorporó tranquilamente la mitad superior de su cuerpo hasta quedar sentado.

Profiriendo gritos inarticulados, los hombres huyeron, poseídos por el terror, cada uno de ellos en una dirección distinta. Dos de los fugitivos no hubieran regresado por nada del mundo. Pero Jess estaba hecho de otra pasta.

Con las primeras luces del amanecer, los dos estudiantes, pálidos de ansiedad y con el terror de su aventura latiendo aún tumultuosamente en su sangre, llegaron a la Facultad.

-¿Lo has visto? -exclamó uno de ellos.

-¡Dios! Sí... ¿Qué vamos a hacer?

Se encaminaron a la parte de atrás del edificio, donde vieron un carruaje ligero con un caballo uncido y atado por el ronzar a una verja, cerca de la sala de disección. Maquinalmente, los dos jóvenes entraron en la sala. Sentado en un banco, a oscuras, vieron al negro Jess. El negro se puso de pie, sonriendo, todo ojos y dientes.

-Estoy esperando mi paga -dijo.

Desnudo sobre una larga mesa, yacía el cadáver de Henry Armstrong. Tenía la cabeza manchada de sangre y arcilla por haber recibido un golpe de azada.

Ambrose Bierce




















02 diciembre 2013

PLAUTO, MOSTELLARIA O COMEDIA DEL FANTASMA

TITO MACCIO PLAUTO
Plauto fue el comediógrafo más popular de los autores de comedias romanas y sus obras estaban destinadas divertir al pueblo.
De la enorme popularidad de Plauto da fe el hecho de que ya en el momento de su muerte circularan como suyas unas ciento treinta comedias. 

Varrón, en su estudio de la obra plautina, estableció como auténticas, sin ningún género de dudas, veintiuna comedias de esas ciento treinta atribuidas.

Estas obras las conservamos aunque no todas están completas.

Las comedias de Plauto son todas fabulas palliatas.

Amphitruo, Asinaria, Aulularia, Bacchides, Captivi, CasinaCistellaria, Curculio, Epidicus, Menaechmi, Mercator, Miles Gloriosus, Mostellaria, Persa, Poenulus, Pseudolus, Rudens, Stichus, Trinummus, Truculentus y Vidularia, esta última está en estado muy fragmentario.


MOSTELLARIA O COMEDIA DEL FANTASMA


Mostellariatambién llamada Comedia del fantasma o Comedia de las apariciones, representa un claro ejemplo del teatro de Plauto.

Entre mentiras y enredos y en medio de equívocos, surge una divertida comedia cuya trama con fantasmas y apariciones es, quizás, una de las mejor manejadas por Plauto.

ARGUMENTO DE MOSTELLARIA

La acción transcurre en Atenas, donde Filólaques, joven ateniense de buena familia y de costumbres modélicas, lleva una vida desordenada guiada por su esclavo Tranión, desde que su padre, Teoprópides, partió de viaje de negocios a Egipto hace tres años. 
Mientras tanto, en Atenas, Filólaques despilfarra los bienes de su padre día tras día en convites y francachelas con sus amigos.

Además el joven ha pedido dinero a un usurero para comprar a su amada, la hermosa cortesana Filemacia. 

Pero el padre regresa. 
Tranión, el esclavo, que ve al padre del joven en el puerto, avisa a Filólaques del peligro y toma el mando para, a base de engaños, salir con bien de la embarazosa situación. 

Tranión, el típico esclavo cómico, listo, atrevido, fiel a su joven amo, cierra la casa con llave y miente a Teoprópides, diciéndole que han comprado otra casa y abandonado esta porque estaba encantada y tienen lugar en ella sucesos espantosos. 

La parte central de la obra consiste los distintos engaños que sufre Teoprópides por obra del esclavo Tranión.
Consta de tres etapas, que mantienen la tensión en el público por el gradual aumento del peligro que representan: la historia del fantasma que los ha echado de su antigua vivienda, la de la falsa compra de otra casa con los dineros prestados por un usurero y la de su visita a la casa del vecino fingiendo que es la nueva propiedad adquirida.

Cuando finalmente todo se descubre, Teoprópides se muestra muy ofendido de que se hayan burlado de él.

Pero todo termina con un final feliz cuando un amigo de su hijo consigue que les conceda a todos el perdón. 


MOSTELLARIA Y LA LITERATURA GÓTICA



La obra de Plauto Mostellaria o Comedia del fantasma se considera uno de los antecedentes literarios de la novela gótica.

En Mostellaria nos encontramos con una casa encantada, abandonada por sus habitantes, en la que un alma en pena se aparece y provoca sucesos paranormales.

Es verdad que, en esta obra de Plauto, las apariciones del fantasma son un recurso cómico que no busca el  miedo sino la diversión de los espectadores romanos.

Pero si observamos los datos que da el esclavo Tranión sobre las apariciones que suceden en la casa encantada, estas cumplen los requisitos de los espectros y fantasmas de la novela gótica:

Casa abandonada por sus habitantes sobre la que pesa una maldición ancestral
Pasado con crímenes o sucesos terribles
Aparición de espectros y fantasmas
Personajes aterrorizados hasta la muerte por las apariciones
Ruidos y fenómenos inexplicables
Escenas nocturnas o con la escasa iluminación de velas o candelas



FRAGMENTO DE MOSTELLARIA COMEDIA DEL FANTASMA













ESCENA SEGUNDA

PERSONAJES:
TEOPRÓPIDES: Ateniense, padre del joven Filólaques
TRANIÓN: Astuto esclavo de Teoprópides
LUGAR:

En Atenas, delante de la casa de Teoprópides

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TRANIÓN.— Es que hace ya siete meses que nadie ha puesto un pie en esta casa, después de que la desalojáramos. 

TEOPRÓPIDES.— Explícate, ¿por qué? 

TRANIÓN.— Echa una mirada, a ver si hay alguien que esté a la escucha de nuestra conversación. 


TEOPRÓPIDES.— No hay peligro alguno. 


TRANIÓN.— Mira otra vez. 


TEOPRÓPIDES.— No hay nadie, habla ya. 


TRANIÓN.— Se trata de un crimen. 


TEOPRÓPIDES.— ¿De qué? No te comprendo. 


TRANIÓN.— Un asesinato, digo, que ha sido cometido ya hace tiempo, un crimen viejísimo. 


TEOPRÓPIDES.— ¿Viejísimo? 


TRANIÓN.— Y nos acabamos de enterar ahora. 


TEOPRÓPIDES.— ¿Qué crimen es o quién lo ha cometido? 


TRANIÓN.— El dueño de la casa ha echado mano aquí a un amigo suyo y lo ha matado; en mi opinión. el mismo que te vendió la casa. 


TEOPRÓPIDES.— ¿Que lo mató? 

TRANIÓN.— Lo mató y le robó su dinero y lo enterró aquí en la casa. 


TEOPRÓPIDES.— ¿Y cómo habéis llegado vosotros a esa conclusión? 


TRANIÓN.— Yo te lo diré, escucha: había cenado tu hijo fuera, y luego que volvió de la cena a casa, nos vamos todos a la cama y nos dormimos; dio la casualidad de que se me había olvidado a mí apagar la lámpara, y de pronto va él y pega un grito enorme. 


TEOPRÓPIDES.— Pero ¿quién?, mi hijo, ¿no? 

TRANIÓN.— ¡Chsst! calla, tú escúchame: dice que es que se le había aparecido en sueños el difunto. 


TEOPRÓPIDES.— Pero en sueños, ¿no? 

TRANIÓN.— Sí, pero tú escúchame; dice que el muerto le habló como sigue... 

TEOPRÓPIDES.— ¿En sueños? 


TRANIÓN.— Milagro que se lo hubiera dicho despierto, si hacía sesenta años que había sido asesinado; a veces dices unas sandeces... 


TEOPRÓPIDES.— Me callo. 

TRANIÓN.— Pero verás (lo que le dijo) (con voz de ultratumba): "Soy un huésped venido aquí de ultramar, Diapontio, aquí habito, ésta es la morada que me ha sido concedida, que Orco no quiso acogerme en el Aqueronte por haber sido privado de la vida prematuramente. Fui objeto de una traición: mi amigo me dio muerte y me metió aquí bajo tierra clandestinamente sin darme debida sepultura el muy malvado, sólo por causa de mi oro. Ahora tú, sal de esta casa, que está maldita, es nefando el habitar en ella"

Un año entero no me bastaría para contarte las cosas tan espantosas que ocurren aquí. ¡Chist, chist!



TEOPRÓPIDES.— ¿Qué es lo que sucede? por favor, yo te suplico. 

TRANIÓN.— Ha sonado la puerta, ¿será él quien ha dado esos golpes? 


TEOPRÓPIDES.— ¡No tengo una gota de sangre en mis venas, los muertos se me llevan en vida al Aqueronte! 


TRANIÓN.— (Aparte.) ¡Ay de mí!, ésos van a echar a perder toda mi historia; estoy temblando de que me coja éste in fraganti

TEOPRÓPIDES.— ¿Qué es lo que estás ahí relatando? 

TRANIÓN.— ¡Retírate de la puerta, huye, por favor, yo te lo suplico! 


TEOPRÓPIDES.— ¿A dónde voy a huir?, ¡huye tú también! 


TRANIÓN.— Yo no tengo miedo, yo estoy a buenas con los muertos. 


UNA VOZ DESDE DENTRO.— ¡Eh, Tranión! 



TRANIÓN.— (Haciendo como que habla con el difunto.) Harás mejor en no llamarme; yo no he hecho mal alguno ni he llamado a la puerta; por favor.


TEOPRÓPIDES.— Pero ¿es que has perdido el juicio, Tranión?, ¿con quién estás hablando? 

TRANIÓN.— Ah, ¿eres tú el que me ha llamado? Te juro que creí que me pedía cuentas el difunto por haber aporreado tú la puerta. ¿Pero todavía sigues ahí plantado y no haces caso a lo que te digo? 


TEOPRÓPIDES.— ¿Qué es lo que debo hacer? 

TRANIÓN.— No te vuelvas a mirar, huye, tápate la cabeza. 


TEOPRÓPIDES.— ¿Y tú por qué no huyes? 

TRANIÓN.— Yo estoy en paz con los muertos. 


TEOPRÓPIDES.— Sí, sí, y entonces, antes ¿qué?, ¿por qué te entró ese miedo? 


TRANIÓN.— No te preocupes por mí, te digo, ya me las arreglaré yo por mi cuenta. Tú, adelante, huye lo más rápido que puedas e invoca a Hércules.


TEOPRÓPIDES.— ¡Hércules, misericordia! (Se va.) 

TRANIÓN.— Lo mismo digo: mal rayo te parta, abuelo. ¡Dioses inmortales, misericordia, no es chica la mala pasada a la que acabo de dar cima! 


Tito Maccio Plauto, 
Mostellaria o Comedia del fantasma




30 noviembre 2013

PLINIO EL JOVEN, CARTA SOBRE LOS FANTASMAS



PLINIO EL JOVEN

Caius Plinius Caecilius Secundus, más conocido como Plinio el Joven (c. 62-113) nació en Como y fue un abogado, escritor y científico de la antigua Roma.



Fue sobrino e hijo adoptivo de Plinio el Viejo, el célebre erudito, naturalista y escritor autor de la Historia Natural. 

Fue amigo del historiador Tácito y alumno del retórico romano Quintiliano y mantuvo correspondencia con el emperador Trajano.


Plinio el Joven alcanzó la fama que era una de sus grandes aspiraciones, gracias a sus Cartas o Epístolas.


Su epistolario es uno de los más destacados de toda la literatura latina.




PLINIO Y LOS FANTASMAS

Sin duda, la más interesante es la descripción sobre la aparición fantasmal en la llamada casa encantada de Atenas, recogida en la carta nº 27 del libro VII de sus Epístolas.

La carta está dirigida a Lucio Licinio Sura, amigo personal del emperador Trajano, cónsul tres veces y originario de Tarraco (Tarragona), dicho documento narra una serie de extraños sucesos de apariciones de espectros.

Está considerada como como uno de los primeros testimonios escritos sobre la existencia de fantasmas de la historia  de la Literatura.

En esta carta Plinio el Joven nos da el preciso y aterrador relato de un supuesto suceso paranormal acaecido en una casa de la ciudad de Atenas, asediada por una presencia fantasmagórica.

El filósofo estoico Atenodoro Cananita, también llamado Atenodoro de Tarso, alquila en Atenas, por un módico precio, una casa encantada con fantasma y consigue finalmente que el espectro repose en paz.




PLINIO Y LA NOVELA GÓTICA

En esta carta de Plinio el Joven, el relato del espectro de la casa encantada de Atenas es uno de los precursores del género literario conocido como novela gótica que apareció en Inglaterra a finales del XVIII.

El relato de Plinio sobre Atenodoro y el fantasma que arrastra cadenas y grilletes cumple todos los requisitos de ese tipo de historias:

Gran mansión amplia, deshabitada y abandonada
Aparición de un espectro de aspecto terrorífico
Ruidos misteriosos y sonidos de cadenas y grilletes
Ambiente nocturno
Soledad del protagonista
Paseo por la casa de noche y a la luz del candil




EPÍSTOLAS DE PLINIO EL JOVEN

CARTA 27, LIBRO VII

CARTA SOBRE LOS FANTASMAS

Gayo Plinio saluda a su amigo Sura

La falta de ocupaciones me brinda a mí la oportunidad de aprender y a ti la de enseñarme. De esta forma, me gustaría muchísimo saber si crees que los fantasmas existen y tienen forma propia, así como algún tipo de voluntad, o, al contrario, si son sombras vacías e irreales que toman forma por efecto de nuestro propio miedo.

A que crea que existen los fantasmas me mueve sobre todo esto que he oído que le ocurrió a Curcio Rufo. Todavía joven y desconocido había formado parte del séquito del nuevo gobernador de la provincia de África. Al declinar el día paseaba por el pórtico: le sale al paso la figura humana de una mujer muy alta y hermosa. Ante su estupor ella le dijo que era África, mensajera de las cosas futuras. Le dijo también que él iría a Roma, que llevaría a cabo su carrera política y que volvería a esta misma provincia con el poder supremo, donde finalmente moriría. Todas estas cosas se cumplieron. Pasado el tiempo, cuando llegaba a Cartago y salía de la nave se cuenta que se le apareció la misma figura en la playa. Como él mismo había sido presa de la enfermedad, tras augurar la adversidad que le esperaba en relación con las cosas buenas ya cumplidas, abandonó su esperanza de curación a pesar de que ninguno de los suyos la había perdido.

¿Pero no es acaso más terrorífico y no menos admirable lo que voy a exponer ahora, tal como me lo contaron? Había en Atenas una casa espaciosa y profunda, pero tristemente célebre e insalubre. En el silencio de la noche se oía un ruido y, si prestabas atención, primero se escuchaba el estrépito de unas cadenas a lo lejos, y luego ya muy cerca: a continuación aparecía una imagen, un anciano consumido por la flacura y la podredumbre, de larga barba y cabello erizado; llevaba grilletes en los pies y cadenas en las manos que agitaba y sacudía. A consecuencia de esto, los que habitaban la casa pasaban en vela tristes y terribles noches a causa del temor; la enfermedad sobrevenía al insomnio y, al aumentar el miedo, la muerte, pues, aun en el espacio que separaba una noche de otra, si bien la imagen había desaparecido, quedaba su memoria impresa en los ojos, de manera que el temor se prolongaba aún más allá de sus propias causas. Así pues, la casa quedó desierta y condenada a la soledad, abandonada completamente a merced de aquel monstruo; aún así estaba puesta a la venta, por si alguien, no enterado de tamaña calamidad, quisiera comprarla o tomarla en alquiler.

Llega a Atenas el filósofo Atenodoro, lee el cartel y una vez enterado del precio, como su baratura era sospechosa, le dan razón de todo lo que pregunta, y esto, lejos de disuadirle, le anima aún más a alquilar la casa. Una vez comienza a anochecer, ordena que se le extienda el lecho en la parte delantera, pide tablillas para escribir, un estilo y una luz; a todos los suyos les aleja enviándoles a la parte interior, y él mismo dispone su ánimo, ojos y mano al ejercicio de la escritura, para que su mente, desocupada, no se imaginara ruidos supuestos ni miedos sin fundamento. Al principio, como en cualquier parte, tan sólo se percibe el silencio de la noche, pero después la sacudida de un hierro y el movimiento de unas cadenas: el filósofo no levanta los ojos, ni tampoco deja su estilo, sino que pone resueltamente su voluntad por delante de sus oídos. Después se incrementa el ruido, se va acercando y ya se percibe en la puerta, ya dentro de la habitación. Vuelve la vista y reconoce al espectro que le habían descrito. Este estaba allí de pie y hacía con el dedo una señal como llamándolo. El filósofo, por su parte, le indica con su mano que espere un poco, y de nuevo se pone a trabajar con sus tablillas y estilo, pero el espectro hacía sonar las cadenas para atraer su atención. Este vuelve de nuevo la cabeza y le ve haciendo la misma seña que antes, así que ya sin hacerle esperar más coge el candil y le sigue. Iba el espectro con paso lento, como si le pesaran mucho las cadenas; después bajó al patio de la casa y, de repente, tras desvanecerse, abandona a su acompañante. El filósofo recoge hojas y hierbas y las coloca en el lugar donde ha sido abandonado, a manera de señal. Al día siguiente acude a los magistrados y les aconseja que ordenen cavar en aquel sitio. Se encuentran huesos insertos en cadenas y enredados, que el cuerpo, putrefacto por efecto del tiempo y de la tierra, había dejado desnudos y descarnados junto a sus grilletes. Reunidos los huesos se entierran a costa del erario público. Después de esto la casa quedó al fin liberada del fantasma, una vez fueron enterrados sus restos convenientemente.

Doy crédito ciertamente a quienes me han confirmado estos hechos; yo mismo puedo confirmar otro suceso a los demás. Tengo un liberto no ajeno al cultivo de las letras. Con él descansaba su hermano menor en el mismo lecho. A este le pareció ver a alguien sentado en la cama, moviendo unas tijeras sobre su propia cabeza, y que incluso le cortaba algunos cabellos de la coronilla. Cuando amaneció, él mismo tenía una tonsura en su coronilla y se encontraron sus cabellos cortados en el suelo. Poco tiempo después, de nuevo un hecho similar al anterior confirmó lo que había ocurrido. Uno de mis pequeños esclavos dormía entre otros muchos niños en la escuela. Llegaron a través de las ventanas (así nos lo cuenta) dos figuras vestidas con túnicas blancas, cortaron el pelo al muchacho acostado y se retiraron por donde habían llegado. La luz del día muestra también a este niño con la tonsura y los cabellos esparcidos en derredor. Nada memorable pasó después, a no ser acaso que no llegué a ser reo, si bien lo hubiera sido en caso de que Domiciano, bajo cuyo poder estas cosas ocurrieron, hubiera vivido más tiempo. En efecto, en su caja de documentos, se encontró un escrito entregado por Caro que estaba referido a mí. De esto puede deducirse que, como es costumbre para los presos dejar crecer el pelo, los cabellos cortados de mis esclavos fueron señal de que el peligro que me acechaba había sido abortado.

Por tanto, te ruego que hagas uso de tu erudición. Es asunto digno para que lo consideres largo y tendido, y yo no soy ciertamente indigno de que me hagas partícipe de tu saber. Aunque sopeses los pros y los contras de las dos opiniones (como sueles), inclínate más por uno de los dos lados, para no dejarme suspenso en la incertidumbre, dado que la razón de consultarte fue la de dejar de dudar. Saludos.

Traducción de F. García Jurado 




Atenodoro se enfrenta al espectro