12 enero 2019

EMILIA PARDO BAZÁN, EL ENCAJE ROTO

EMILIA PARDO BAZÁN
La condesa de Pardo Bazán fue una novelista, cuentista, periodista, ensayista y crítica literaria española introductora del Naturalismo en España.

Mujer de extraordinaria capacidad intelectual, está considerada la mejor novelista española del siglo XIX y una de las escritoras más destacadas de nuestra historia literaria.
Emilia Pardo Bazán, con 17 años, se casa con José Quiroga, de 20 años, de familia hidalga con abundantes bienes y rentas.
De este matrimonio nacen tres hijos, Jaime, Nieves y Carmen.
Interesada por el Naturalismo francés, escribe sobre ese tema una serie de artículos que reúne en un libro, La cuestión palpitante
Estalla el escándalo. Se la acusa de ensalzar doctrinas ateas y, aunque ella insiste en considerarse una católica ferviente, el libro amenaza hasta la paz conyugal. 
Su marido le prohíbe que siga escribiendo. 
Al no obedecer ella, el matrimonio empezó a distanciarse y terminó con alejamiento e indiferencia.
Doña Emilia escribe toda la mañana desde muy temprano y dedica la tarde a la sociedad, el teatro, las visitas.
Tiene tertulia propia, a la que asisten todos los intelectuales y escritores de España salvo, naturalmente, los que están peleados con ella. 
Le gustan los encajes y las joyas, colecciona objetos artísticos, tiene siempre flores en su mesa de trabajo.
Tras su divorcio, mantuvo una conocida relación durante veinte años con el escritor Benito Pérez Galdós, aunque no se volvió a casar jamás.
Cuando murió, el 12 de mayo de 1921, había conseguido el título de Catedrática de Literaturas Neolatinas.

EMILIA PARDO BAZÁN Y EL FEMINISMO
Mujer feminista e independiente, dio mucha importancia a su formación académica.
No se sabe, sin embargo, cuándo empezó a desarrollar sus ideas feministas, pero desde muy joven investigó y leyó a los autores que trataban sobre la materia y se nota que existió en ella una inquietud muy grande sobre el tema. 
Llegó a ser la primera corresponsal de prensa en el extranjero, en Roma y en París.
En 1906 fue la primera mujer en presidir la Sección de Literatura del Ateneo de Madrid.
También fue la primera mujer en ocupar una cátedra de Literatura en la Universidad Central de Madrid, aunque solo le asistió un estudiante a su clase. 
Feminista en un siglo que en su mayoría no compartía esa idea, luchó para erradicar la desigualdad entre sexos y apostó de forma entusiasta por la mejora de la educación entre las mujeres.
Aquí puedes leer completo El encaje roto uno de sus relatos cortos:



EL ENCAJE ROTO

Convidada a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido asistir, grande fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente –la ceremonia debía verificarse a las diez de la noche en casa de la novia- que ésta, al pie mismo del altar, al preguntarle el obispo de San Juan de Arce si recibía a Bernardo por esposo, soltó un “no” claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez. 
No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas donde las convivencias sociales no embarazan la manifestación franca y espontánea del sentimientos y la voluntad. 
Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita era el medio ambiente en que se desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de no haberlo contemplado con mis propios ojos. Figurábame el salón atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y terciopelo, con collares de pedrería; al brazo la mantilla blanca para tocársela en el momento de la ceremonia; los hombres con resplandecientes placas o luciendo veneras de órdenes militares en el delantero del frac; la madre de la novia, ricamente prendida, atareada, solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones; las hermanitas, conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro; el obispo que ha de bendecir la boda, alternando grave y afablemente, sonriendo, dignándose soltar chanzas urbanas o discretos elogios, mientras allá, en el fondo, se adivinaban el misterio del oratorio revestido de flores, una inundación de rosas blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde convergen radios de rosas y de lilas como la nieve, sobre rama verde, artísticamente dispuesta, y en el altar, la efigie de la Virgen protectora de la aristocrática mansión, semioculta por una cortina de azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que envió de Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia, que no vino en persona por viejo y achacoso – detalles que corren de boca en boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá a Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá a Valencia a pasar la luna de miel-. En un grupo de hombres me representaba al novio algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el bigote sin querer, inclinando la cabeza para contestar a las delicadas bromas y a las frases halagüeñas que le dirigen…
Y, por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da a las habitaciones interiores una especie de aparición, la novia, cuyas facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo brilla, como sembrado de rocío, la roca antigua del aderezo nupcial…Y ya la ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida con los padrinos, la cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio…Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio para ver amigos y curiosos, y entre el silencio y la respetuosa atención de los circunstantes…, el obispo formula una interrogación, a la cual responde un “no” seco como un disparo, rotundo como una bala. Y –siempre con la imaginación- notaba el movimiento del novio, que se revuelve herido; el ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar a su hija; la insistencia del obispo, forma de sus asombro; el estremecimiento del concurso; el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: “¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Que dice “no”? Imposible…Pero ¿es seguro? ¡Qué episodio!...” 
Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en el caso de Micaelita, al par que drama, fue un enigma. Nunca llegó a saberse de cierto la causa de la súbita negativa. 
Micaelita se limitaba a decir que había cambiado de opinión y que era bien libre y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, mientras el “sí” no hubiese partido de sus labios. Los íntimos de la casa se devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable era que todos vieron, hasta el momento fatal, a los novios satisfechos y amarteladísimos; y las amiguitas que entraron a admirar a la novia, minutos antes del escándalo, referían que estaba loca de contento y tan ilusionada y satisfecha, que no se cambiaría por nadie. Datos eran estos para oscurecer más el extraño enigma que por largo tiempo dio pábulo a la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta a explicarlo desfavorablemente. 
A los tres años –cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de las bodas de Micaelita-, me la encontré en un balneario de moda donde su madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que una tarde, paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando que me permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan sencilla no será creída por nadie. 

-Fue la cosa más tonta…De puro tonta no quise decirla; la gente siempre atribuye los sucesos a causas profundas y transcendentales, sin reparar en que a veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las “pequeñeces” más pequeñas…Pero son pequeñeces que significan algo, y para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó; y no concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí mismo, delante de todos; sólo que no se fijaron porque fue, realmente, un decir Jesús. 
Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas las condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio me gustaba mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco; creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder estudiar su carácter, algunas personas lo juzgaban violento; pero yo le vía siempre cortés, deferente, blando como un guante, y recelaba que adoptara apariencias destinadas a engañarme y a encubrir a una fiera y avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer soltera para la cual…es un imposible seguir los pasos de su novio, ahondar en la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la crudeza –los únicos que me tranquilizarían-. Intenté someter a varias pruebas a Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fue tan correcta, que llegué a creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi dicha. 
Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el traje blanco reparé una vez más en el soberbio volante de encaje que lo adornaba, y era regalo de mi novio. Había pertenecido a su familia aquel viejo Alerón auténtico, de una tercia de ancho –una maravilla-, de un dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un museo. Bernardo me lo había regalado encareciendo su valor, lo cual llegó a impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro debía suponer que era poco para mí. 
En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del vestido, me pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de ventura y que su tejido, tan frágil y a la vez tan resistente, prendía en sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché a andar hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al precipitarme para saludarle llena de alegría por última vez, antes de pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el peculiar ruido del desgarrón y pude ver que un jirón del magnífico adorno colgaba sobre la falda. Sólo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo, contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes, su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuria…No llegó a tanto porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda su alma. 
Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro. En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que atravesé el umbral del salón se cambió por un horror profundo. Bernardo se me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de mí, y con ella vino otra; la de que no podía, la de que no quería entregarme a tal hombre, ni entonces, ni jamás…Y, sin embargo, fui acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del obispo…Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó a los labios, impetuosa, terrible…Aquel “no” brotaba sin proponérmelo; me lo decía a mí propia…¡para que lo oyesen todos! 
-¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos comentarios se hicieron? 
-Lo repito; por su misma sencillez…No se hubiesen convencido jamás. Lo natural y vulgar es lo que no se admite. Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias… 


Emilia Pardo Bazán

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