16 diciembre 2024

ARTHUR CONAN DOYLE: EL CARBUNCLO AZUL

ARTHUR CONAN DOYLE
Sir Arthur Ignatius Conan Doyle, nacido en Edimburgo en 1859, fue un médico y escritor escocés, creador del célebre detective de ficción Sherlock Holmes.
Fue un autor prolífico cuya obra incluye relatos de ciencia ficción, novela histórica, teatro y poesía.
Mantuvo amistad con Robert Louis Stevenson y James Mathew Barrie.
Está considerado como uno de los maestros de la narrativa policíaca inspirado en sus propias experiencias y en los relatos detectivescos de Edgar Allan Poe.
Conan Doyle publicó en 1887 su primera novela, Estudio en escarlata, en la que narraba la primera aventura del personaje que lo llevaría a la fama: el detective Sherlock Holmes y su inseparable amigo, el doctor Henry Watson.
En la aventura de El carbunclo azul, publicada en 1892 en la revista mensual inglesa The Strand Magazine, Conan Doyle sitúa a su detective en la Navidad.
EL CARBUNCLO AZUL

La segunda mañana después de Navidad pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con la intención de darle mis buenos deseos para las fiestas. Él estaba descansando sobre el sofá, vestido con una bata violeta, un soporte para pipas bien cerca a su derecha y un montón de periódicos matutinos arrugados al alcance de la mano, que evidentemente habían sido recién estudiados. Junto al sofá había una silla de madera y del vértice del respaldo colgaba un muy raído y desaliñado sombrero de fieltro, muy gastado por el uso y resquebrajado en varios lugares. Sobre el asiento de la silla, una lupa y un fórceps sugerían que el sombrero había quedado suspendido de esta manera con el objetivo de examinarlo. 

—Está ocupado —le dije—; quizás lo estoy interrumpiendo. 
—Para nada. Y me alegra contar con un amigo con quien poder discutir mis resultados. El asunto es absolutamente trivial —extendió su pulgar en dirección al viejo sombrero—, pero existen algunos puntos relacionados con él que no están enteramente desprovistos de interés e, incluso, resultan instructivos. 
Me senté en su sillón y me calenté las manos frente a su chimenea chisporroteante, pues había comenzado a caer una fuerte helada y las ventanas estaban cubiertas por gruesos cristales de hielo. 
—Supongo —señalé— que, así de sencillo como parece, este objeto está ligado a alguna historia terrible… o que es la pista que lo guiará a la resolución de algún misterio y al castigo de un crimen. 
—No, no. Ningún crimen —dijo Sherlock Holmes, riéndose—. Solo uno de esos pequeños incidentes extravagantes que han de suceder cuando tienes a cuatro millones de seres humanos empujándose unos contra otros dentro de un espacio de unas pocas millas cuadradas. En la acción y reacción de un enjambre humano tan denso, puede esperarse que ocurra toda combinación de eventos posible, y se presentarán muchos pequeños problemas que pueden resultar sorprendentes y extraños, sin ser criminales. Nosotros ya tuvimos experiencias de ese tipo. 
—Tanto es así —acoté—, que de los seis últimos casos que agregué a mis notas, tres están completamente libres de cualquier crimen contra la ley. 
—Precisamente. Usted se refiere a mi intento por recuperar los papeles de Irene Adler, al singular caso de la señorita Mary Sutherland y a la aventura del hombrede labio retorcido. Bueno, no tengo dudas de que este pequeño asunto caerá en la misma inocente categoría. ¿Conoce a Peterson, el portero? 
—Sí. 
—A él le pertenece este trofeo. 
—Es su sombrero, entonces. 
—No, no: él lo encontró. Su dueño es desconocido. Le ruego que lo mire no como un sombrero maltratado, sino como un problema intelectual. Y, en primer lugar, consideremos cómo terminó aquí. Llegó en la mañana de Navidad, junto con un buen ganso engordado que en este preciso momento está asándose, no tengo duda, en la cocina de Peterson. Los hechos son estos: a eso de las cuatro de la mañana de Navidad, Peterson, quien, como usted sabe, es un tipo muy honesto, regresaba de algún pequeño festejo y recorría su camino a casa bajando por la calle Tottenham Court. A la luz del farol de la calle, vio a un hombre alto que caminaba delante de él tambaleándose un poco y que llevaba un ganso blanco sobre el hombro. Cuando llegó a la esquina de la calle Goodge, se desató una pelea entre este desconocido y un grupito de malhechores. Uno de estos le tiró al hombre su sombrero; en respuesta a ello, él levantó su bastón para defenderse y, al elevarlo por sobre su cabeza, rompió la vidriera del negocio que estaba detrás de él. Peterson corrió hacia el desconocido para protegerlo de sus atacantes; pero el hombre, espantado por haber roto el ventanal, y viendo que una persona con apariencia de policía corría hacia él, soltó su ganso, echó a correr y desapareció entre el laberinto de callejuelas que se abren al fondo de la Tottenham Court. Los malhechores también huyeron ante la aparición de Peterson, así que quedó en posesión del campo de batalla, y también del botín de la victoria, bajo la forma de este sombrero maltrecho y de un inmejorable ganso navideño. 
—Que sin duda habrá devuelto a su dueño, ¿verdad? 
—Mi querido amigo, ahí está el problema. Es cierto que dice “Para la esposa de Henry Baker” en una tarjetita atada a la pata izquierda del ave, y también es cierto que en el forro de este sombrero se leen las iniciales “H. B.”, pero como hay varios miles de Bakers, y algunos cientos de Henry Bakers en nuestra ciudad, no es fácil devolverle las cosas perdidas a ninguno de ellos. 
—¿Y qué hizo entonces Peterson? 
—Me trajo enseguida ambos, sombrero y ganso, la mañana de Navidad, sabiendo que incluso los problemas más pequeños me resultan de interés. Guardamos el ganso hasta esta mañana, cuando comenzó a dar signos de que debía ser comido sin más demoras, a pesar de la helada. Entonces, quien lo halló se lo llevó para que cumpliera con el destino último de un ganso, mientras que yo todavía conservo el sombrero del caballero desconocido que perdió su cena navideña. 
—¿Y ese hombre no puso ningún aviso? 
—No. 
—Entonces, ¿qué pista podría usted tener sobre su identidad? 
—Solo aquello que podamos deducir. 
—¿De su sombrero? 
—Exactamente. 
—Pero usted está bromeando. ¿Qué podría averiguarse a partir de este viejo sombrero raído? 
—Aquí tiene mi lupa. Usted conoce mis métodos. ¿Qué puede usted mismo averiguar sobre la persona que usó esta prenda? Tomé el andrajoso objeto entre mis manos y lo di vuelta con pocas ganas. Era un sombrero negro de lo más común, con la usual forma redonda, duro y gastado por el uso. El forro había sido de seda roja, pero estaba muy descolorido. No había marca del fabricante, pero, como Holmes había indicado, en un costado estaban garabateadas las iniciales “H. B.”. Había sido perforado en el ala para pasar un sujetasombreros, pero faltaba la banda elástica. Por lo demás, estaba agrietado, excesivamente polvoriento y manchado en varios lugares, aunque parecía que había existido algún intento de disimular las partes descoloridas frotándolas con tinta. 
—No puedo ver nada —dije, mientras se lo devolvía a mi amigo. 
—Por el contrario, Watson, usted puede verlo todo. Falla, sin embargo, al razonar a partir de lo que ve. Usted es demasiado tímido para sacar sus conclusiones. 
—Entonces le ruego: ¿podría decirme qué es lo que usted logra deducir de este sombrero? 
Lo tomó y lo observó con la peculiar forma introspectiva que lo caracterizaba. 
—Quizás es menos sugerente de lo que podría haber sido —señaló—, y sin embargo hay algunas deducciones que resultan muy claras y algunas otras que presentan al menos un fuerte grado de probabilidad. Que el hombre es altamente inteligente es, por supuesto, obvio y salta a la vista, y también que las cosas le fueron muy bien en los últimos tres años, aunque últimamente cayó en una mala racha. Es previsor, aunque ahora menos que antes, lo que indica un retroceso moral que, cuando se lo considera junto con el declive de su fortuna, parece indicar que alguna influencia maligna, probablemente la del alcohol, actúa sobre él. Esto podría explicar también el hecho evidente de que su esposa ha dejado de amarlo.
 —¡Pero por favor, querido Holmes! 
—Él, sin embargo, ha conservado algún grado de amor propio —continuó, desestimando mi protesta—. Es un hombre que lleva adelante una vida sedentaria, que sale poco, que está completamente fuera de forma, de mediana edad y con el pelo canoso, que se ha cortado en los últimos días y se peina con fijador. Estos son los hechos más evidentes que pueden deducirse de este sombrero. También, por cierto, que es extremadamente improbable que tenga instalación de gas en su casa.
—De verdad que usted debe estar bromeando, Holmes. 
—En lo más mínimo. ¿Es posible que, en este mismo momento, mientras le doy a usted estos resultados, no sea capaz de ver cómo fueron obtenidos? 
—No me cabe duda de que soy muy estúpido, pero debo confesar que soy incapaz de seguirlo. Por ejemplo, ¿cómo puede deducir que este hombre es muy inteligente? 
Como respuesta, Holmes se puso el sombrero, que le cubrió la frente y se quedó apoyado en el tabique de su nariz. 
—Es una cuestión de capacidad cúbica —dijo—. Un hombre con un cerebro tan grande debe tener algo dentro de él. 
—¿Y en cuanto al declive de su fortuna? 
—Este sombrero tiene unos tres años de antigüedad. Esta ala plana que se curva en el borde era la moda en ese momento. Es un sombrero de la mejor calidad. Mire la cinta de seda acanalada y el excelente material del forro. Este hombre pudo comprar un sombrero tan caro tres años atrás y, desde entonces, no tuvo sombrero nuevo; por lo tanto, seguramente cayó en desgracia. 
—Bueno, eso es bastante claro, tiene razón. ¿Pero cómo supo sobre la capacidad de previsión y el retroceso moral? 
Sherlock Holmes se rio. 
—Aquí está la previsión —dijo y puso el dedo sobre la pequeña arandela y el gancho del sujetasombreros—. Estos nunca se venden junto con los sombreros. Si este hombre encargó que le hicieran uno, es signo de que era muy previsor, en tanto se salió de la norma para tomar esta precaución contra el viento. Pero como vemos que el elástico se rompió y él no se tomó el trabajo de reemplazarlo, es obvio que el dueño tiene menos previsión ahora que antes, lo cual es una prueba evidente de un carácter que se está debilitando. Por otra parte, intentó esconder algunas de estas manchas en el fieltro embadurnándolas con tinta, lo que da señal de que no ha perdido del todo el respeto por sí mismo. 
—Su razonamiento es ciertamente verosímil. 
—Los siguientes puntos, que es de mediana edad, que su cabello tiene canas, que se cortó el pelo hace poco y que usa crema fijadora, todo eso puede extraerse de un examen detallado de la parte inferior del forro. La lupa revela un gran número de puntas de pelo, cortadas al ras por las tijeras del barbero. Todas parecen adheridas y hay un olor característico a crema fijadora de limón. Este polvo, observará usted, no es el polvo arenoso y gris de la calle, sino el polvo pelusiento y amarronado de la casa, lo que demuestra que el sombrero estuvo colgado puertas adentro la mayor parte del tiempo; mientras que las marcas de humedad del lado de adentro son prueba fehaciente de que el usuario transpira en gran abundancia y, por lo tanto, muy difícilmente se hallará en buen estado físico. 
—Pero lo de la esposa… usted dijo que ella dejó de amarlo. 
—Este sombrero no fue cepillado durante semanas. Cuando lo vea a usted, mi querido Watson, con una acumulación de polvo en su sombrero, y cuando su esposa lo deje salir a la calle en ese estado, habré de temer que usted también ha sido lo suficientemente desafortunado como para perder el afecto de su mujer. 
—Pero él podría ser soltero. 
—No, él estaba llevando a su casa el ganso como una ofrenda de paz para su esposa. Recuerde la tarjeta en la pata del ave. 
—Tiene una respuesta para todo. Pero ¿cómo, por todos los cielos, pudo deducir que él no tiene el gas instalado en su casa? 
—Una mancha de sebo, o incluso dos, podrían ocurrir por casualidad; pero como veo no menos de cinco, creo que puede haber muy pocas dudas de que este individuo debe estar en contacto frecuente con sebo derretido… Probablemente, a la noche sube las escaleras con este sombrero en una mano y una vela goteante en la otra. En todo caso, no se obtiene ninguna mancha de sebo a partir de una tubería de gas. ¿Está satisfecho? 
—Bueno, es muy ingenioso —dije, sonriendo—; pero desde el momento en que, como usted acaba de decir, no se cometió ningún crimen y no se produjo ningún daño excepto la pérdida de un ganso, todo esto parece ser más bien un desperdicio de energía. 
Sherlock Holmes había abierto la boca para responder cuando la puerta se abrió y Peterson, el portero, irrumpió en el departamento con las mejillas enrojecidas y la expresión de un hombre que está aturdido por el asombro. 
—¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor! 
—gritó entre jadeos. 
—¿Eh? ¿Qué pasa con él? ¿Volvió a la vida y salió volando por la ventana de la cocina? 
—Holmes se dio vuelta en el sofá para tener una mejor vista del agitado rostro del hombre. 
—¡Mire aquí, señor! ¡Mire lo que mi señora encontró en el buche! 
Extendió la mano y mostró en el centro de la palma una piedra azul que centelleaba de brillo, algo más pequeña que una alubia, pero de tal pureza y esplendor que brillaba como una luz eléctrica en el hueco oscuro de su mano. 
Sherlock Holmes se levantó mientras emitía un silbido. 
—¡Por Júpiter, Peterson! —dijo—. Vaya tesoro que encontró. Supongo que sabe qué es lo que tiene ahí… 
—¿Un diamante, señor? Una piedra preciosa. Corta el vidrio como si fuera manteca. 
—Es más que una piedra preciosa. Es la piedra preciosa. 
—¡No será el carbunclo azul de la condesa de Morcar! —exclamé. 
—Precisamente. No puedo dejar de reconocer su tamaño y su forma, en tanto vengo leyendo el aviso sobre él en The Times desde hace varios días. Es absolutamente único, y sobre su valor solo pueden hacerse conjeturas; pero la recompensa ofrecida de mil libras no llega, por cierto, ni a la vigésima parte de su valor de mercado. 
—¡Mil libras! ¡Santo Dios de la misericordia! 
—el portero se desplomó en una silla y nos miraba alternadamente a uno y al otro.
 —Esa es la recompensa, y tengo razones para pensar que existen consideraciones sentimentales en el trasfondo que llevarían a la condesa a desprenderse de la mitad de su fortuna, con tal de recuperar la gema. 
—Se perdió, si recuerdo bien, en el hotel The Cosmopolitan —comenté. 
—Así es: el 22 de diciembre, hace tan solo cinco días. John Horner, un plomero, fue acusado de haberla sustraído del alhajero de la dama. La evidencia en contra de él es tan fuerte que el caso ya fue remitido a los tribunales en lo criminal. Tengo alguna noticia sobre el asunto por aquí, creo. 
Hurgó entre sus periódicos, echándole un vistazo a las fechas, hasta que finalmente alisó uno, lo dobló por la mitad y leyó:  

—Hmmm… Hasta aquí llega el informe policial —dijo Holmes pensativo, mientras dejaba de lado el periódico—. La cuestión que debemos resolver es la secuencia de eventos que van desde un  joyero saqueado, en un extremo, hasta el buche de un ganso en la calle Tottenham Court, en el otro. Ya ve, doctor Watson, que nuestras pequeñas deducciones han adquirido de pronto un aspecto mucho más importante y menos inocente. Aquí está la piedra; la piedra provino del ganso y el ganso provino del señor Henry Baker, el caballero con el sombrero arruinado y todas las demás características con las cuales lo he aburrido. Entonces ahora debemos ponernos muy seriamente a buscar a este caballero y a determinar qué rol ha jugado en este pequeño misterio. Para lograr esto, debemos intentar en primer lugar los medios más sencillos, que en este caso consisten, indudablemente, en publicar un aviso en todos los periódicos vespertinos. Si esto fallara, deberé recurrir a otros métodos. 
—¿Qué quiere que diga el aviso? 
—Deme un lápiz y esa hoja de papel. Veamos, pues: “Fueron encontrados en la esquina de la calle Goodge un ganso y un sombrero negro de fieltro. El señor Henry Baker puede recuperarlos si se presenta a las 6.30 de esta tarde en el 221B de la calle Baker”. Es claro y conciso. 
—Mucho. Pero ¿él lo verá? 
—Bien, él seguramente le dará una ojeada a los periódicos, puesto que, para un hombre pobre, la pérdida fue sustancial. Evidentemente estaba tan asustado por su mala suerte al romper la vidriera y por la llegada de Peterson que no pensó en nada excepto en huir, pero de allí en adelante se debe haber lamentado amargamente  por el impulso que lo llevó a soltar su ave. Aquí tiene, Peterson: vaya hasta la agencia de avisos y haga publicar esto en los periódicos de la tarde. 
—¿En cuáles, señor? 
—Oh, en el Globo, el Star, el Pall Mall, el St. James, el Evening News, el Standard, el Echo y en cualquier otro que se le ocurra. 
—Muy bien, señor. ¿Y la joya? 
—Ah, sí: yo conservaré la joya. Muchas gracias. Y le pido, Peterson, que compre un ganso cuando venga de regreso y me lo deje aquí, porque debemos tener uno para entregárselo al caballero en lugar de aquel que su familia está ahora devorando.
Cuando el portero se fue, Holmes tomó la gema y la sostuvo bajo la luz. 
—Es un objeto hermoso —dijo—. Mire tan solo cómo reluce y centellea. Por supuesto que es un núcleo y un foco de atracción para el crimen. Toda buena gema lo es: son las carnadas favoritas del diablo. En las joyas más grandes y antiguas, puede decirse que cada faceta equivale a un hecho sangriento. Esta piedra no tiene aún veinte años de antigüedad. Fue hallada a orillas del río Amoy, en el sur de China, y resulta destacable por presentar todas las características de un carbunclo, excepto que su color es un tono de azul, en lugar de rojo rubí. A pesar de su juventud, ya tiene un historial siniestro. Hubo dos asesinatos, un lanzamiento de vitriolo, un suicidio y diversos robos cometidos en honor de estos cuarenta granos de peso de carbón cristalizado. ¿Quién pensaría que una menudencia tan bonita se convertiría en un proveedor para la horca y para la cárcel? Ahora lo voy a guardar en mi caja fuerte y le mandaré un mensaje a la condesa para avisarle que lo tenemos. 
—¿Piensa que ese hombre, Horner, es inocente? 
—No puedo decirlo. 
—Pero bueno, al menos, ¿imagina que este otro, Henry Baker, tiene algo que ver con el asunto? 
—Es, creo, muy probable que el tal Henry Baker sea un hombre totalmente inocente, que no tenía ni la menor idea de que el ave que estaba transportando tenía un valor considerablemente mayor que el que tendría si hubiera sido de oro sólido. Definiré eso, sin embargo, mediante una prueba muy sencilla, si recibimos respuesta a nuestro anuncio. 
—¿Y usted no puede hacer nada hasta ese momento? 
—Nada.  
—En ese caso, debo continuar con mi ronda profesional. Pero regresaré al anochecer, a la hora que usted publicó, pues me gustaría ver la solución de un asunto tan complicado. 
—Estaré encantado de verlo. Yo ceno a las siete. Hay perdiz, creo. Por cierto, en vista de los recientes acontecimientos, quizás deba pedirle a la señora Hudson que examine su buche. 
Me demoré con un paciente, y ya eran pasadas las seis y media cuando volví a la calle Baker. Mientras me aproximaba a la casa, vi a un hombre alto con un gorro escocés y un abrigo abotonado hasta la barbilla, que esperaba afuera, en el semicírculo iluminado que dibujaba el farol. Justo cuando llegué, la puerta se abrió y fuimos conducidos los dos juntos hasta la habitación de Holmes. 
—El señor Henry Baker, imagino —dijo él, mientras se levantaba de su sillón y saludaba a su visitante con ese aire natural de simpatía que podía asumir tan fácilmente—. Por favor, acerque esta silla junto al fuego, señor Baker. Es una noche fría, y noto que su circulación está más adaptada al verano que al invierno. Ah, Watson, llegó usted en el momento justo. ¿Es este su sombrero, señor Baker? 
—Sí, señor; este es indudablemente mi sombrero. 
Era un hombre alto y corpulento, con hombros redondeados, una gran cabeza y una cara amplia e inteligente que descendía hacia una barba puntiaguda de color castaño y con canas. Un toque de rubor en la nariz y las mejillas, y un leve temblor en su mano extendida, recordaban la conjetura de Holmes respecto de sus hábitos. Su oscuro abrigo de levita estaba abotonado en el frente hasta arriba, con el cuello dado vuelta y sus delgadas muñecas sobresalían de las mangas sin ninguna señal de puños de camisa. Hablaba en forma de un lento staccato, eligiendo sus palabras con cuidado, y daba la impresión general de un hombre de estudio y de letras, al que la suerte le había jugado una mala pasada. 
—Hemos retenido esas cosas durante algunos días —dijo Holmes— porque esperábamos ver un aviso suyo en el que indicara su dirección. Me da curiosidad saber por qué no publicó un anuncio. 
Nuestro visitante emitió una risa más bien avergonzada. 
—Los chelines no están siendo tan abundantes para mí como lo fueron alguna vez —señaló—. No tenía dudas de que la banda de malhechores que me asaltó se había llevado tanto mi sombrero como el ave. No me interesaba gastar más dinero en un intento sin esperanza de recuperarlos. 
—Muy naturalmente. Por cierto, en cuanto al ave, nos vimos obligados a comerla.
 —¡La comieron! —Nuestro visitante dio un salto de su silla por la agitación. 
—Sí, no habría servido de nada para nadie si no lo hacíamos. Pero supongo que este otro ganso que se halla sobre el aparador, que es aproximadamente del mismo peso y está perfectamente fresco, cumplirá su propósito igualmente bien, ¿verdad?
 —Oh, claro que sí, claro que sí —respondió el señor Baker dando muestras de alivio. 
—Por supuesto, aún conservamos las plumas, patas, buche y demás de su anterior ave, así que si usted desea… 
El hombre estalló en una carcajada sincera. 
—Podrían servirme como recuerdos de mi aventura —dijo—; pero más allá de eso, no puedo ver qué utilidad tendrían para mí los disjecta membra de mi última adquisición. No, señor; creo que mejor, con su permiso, limitaré mi atención a la excelente ave que observo sobre el aparador. 
Sherlock Holmes me lanzó una intensa mirada de reojo, acompañado por un ligero levantamiento de sus hombros. 
—Aquí tiene su sombrero, entonces, y aquí está su ave —dijo—. Por cierto, ¿le molestaría decirme de dónde obtuvo el otro ganso? Soy algo así como un aficionado a las aves, y pocas veces vi un ganso mejor criado. 
—Por supuesto, señor —dijo Baker, quien ya se había levantado y había metido su reciente adquisición bajo el brazo—. Algunos frecuentamos el bar Alfa, cerca del Museo… Se nos puede encontrar en el Museo mismo durante el día, sabe. Este año, nuestro buen anfitrión, llamado Windigate, creó un Club del Ganso, mediante el cual, a cambio de unos pocos peniques cada semana, cada uno de nosotros recibe un ave en Navidad. Mis cuotas fueron debidamente pagadas y lo demás ya lo sabe. Estoy muy en deuda con usted, señor, pues un gorro escocés no se ajusta a mis años ni a mi seriedad. Con una cómica pomposidad en los gestos, nos hizo una reverencia solemne a los dos y se fue por su camino. 
—Y eso es todo, en lo que respecta al señor Henry Baker —dijo Holmes, cuando se cerró la puerta detrás de él—. Es más que claro que él no tenía la menor idea del asunto. ¿Tiene hambre, Watson? 
—No especialmente. 
—Entonces sugiero que posterguemos nuestra cena y sigamos esta pista mientras todavía está caliente. 
—Por supuesto. 
Era una noche inhóspita, así que nos abrigamos con nuestros gabanes y envolvimos bufandas alrededor de nuestras gargantas. Afuera, las estrellas brillaban fríamente en un cielo despejado y los alientos de los transeúntes se convertían en humo como si fueran disparos de pistola. Nuestras pisadas resonaban fuertes y secas mientras recorríamos el barrio de los doctores, la calle Wimpole, la calle Harley, y luego cruzamos Wigmore hasta llegar a la calle Oxford. En un cuarto de hora estábamos en Bloombury, en el bar Alfa, un pequeño pub en la esquina de una de las calles que desembocan en Holborn. Holmes empujó la puerta del bar y le pidió dos vasos de cerveza al encargado, de cara roja y delantal blanco. 
—Su cerveza debería ser excelente, si es tan buena como sus gansos —dijo Holmes. 
—¡Mis gansos! —el hombre parecía sorprendido. 
—Sí. Estuve hablando, hace apenas media hora, con el señor Henry Baker, un miembro de su Club del Ganso. 
—¡Ah! Sí, ya veo. Pero en realidad, señor, no son nuestros, los gansos. 
—¡No me diga! ¿Y de quién son, entonces? 
—Bueno, obtuve dos docenas de ellos de un vendedor en Covent Garden.
—¿De verdad? Conozco a varios de ellos. ¿A cuál se refiere?  
—Se llama Breckinridge. 
—¡Oh! No lo conozco. Bien, aquí tiene su dinero, buen hombre. Que siga con salud y prosperidad. Buenas noches. 
—Y ahora, a buscar al señor Breckinridge —continuó, abotonando su abrigo mientras salíamos al exterior helado—. Recuerde, Watson, que aunque tenemos algo tan cotidiano como un ganso en un extremo de esta cadena, en el otro hay un hombre que seguramente recibirá siete años de prisión, a menos que podamos establecer su inocencia. Es posible que nuestra investigación no haga otra cosa que confirmar su culpabilidad; pero, en todo caso, tenemos una línea de investigación que no fue considerada por la policía y que por una curiosa casualidad cayó en nuestras manos. Sigámosla hasta las últimas consecuencias. ¡Rumbo al sur, pues, y a toda marcha! 
Cruzamos Holborn, bajamos por la calle Endell y continuamos así, en zigzag por los alrededores del mercado de Covent Garden. Una de las tiendas más grandes llevaba el nombre Breckinridge en un letrero y el propietario, un hombre de aspecto de caballo, con una cara alargada y bigotes bien cortados, ayudaba a un muchacho a cerrar las persianas. 
—Buenas noches. Qué frío que hace —dijo Holmes. 
El vendedor asintió con la cabeza y le disparó una mirada interrogativa a mi acompañante.  
—Ya no le quedan gansos, veo —siguió Holmes, señalando los mostradores de mármol vacíos. 
—Tendrá quinientos para elegir, mañana a la mañana. 
—Mañana no me sirve. —Bueno, quedan algunos en aquella tienda que tiene un farol. 
—Ah… pero me lo recomendaron a usted. 
—¿Quién? 
—El encargado del Alfa. 
—Ah, sí; le mandé un par de docenas. 
—Muy buenas aves, por cierto. ¿Dónde las consiguió? 
Para mi sorpresa, la pregunta provocó un estallido de furia por parte del vendedor.
 —Escúcheme bien, señor —dijo, con la cabeza inclinada a un costado y las manos en la cintura—, ¿qué es lo que está buscando? No se ande con vueltas, le pido. 
—Más directo, imposible. Querría saber quién le vendió esos gansos con los que proveyó al Alfa. 
—Pues bien: no se lo voy a decir. ¡A volar! 
—Oh, es un asunto totalmente sin importancia; pero no sé por qué se pone usted tan acalorado por una pequeñez como esta. 
—¡Acalorado! Usted estaría acalorado también, si lo molestaran tanto como a mí.
 Cuando pago buen dinero por un artículo, ese debería ser el final del negocio; pero después vienen con “¿De dónde son los gansos?” y “¿A quién le vendió los gansos?” y “¿Cuánto ganó con los gansos?”… Uno pensaría que son los únicos gansos del mundo, por la forma en que arman escándalo por ellos. 
—Mire, no tengo conexión con ninguna otra persona que haya estado haciendo preguntas —dijo Holmes despreocupadamente—. Si no me cuenta, la apuesta se cancela y no pasa nada. Pero estoy siempre listo para hacer valer mi saber en materia de aves y aposté un billete de cinco libras a que el ave que comimos había sido criada en el campo. 
—Pues bien, entonces usted perdió sus cinco, porque era un ganso criado en la ciudad —replicó el vendedor. 
—Jamás me convencerá de que crea eso. 
—¿Quiere apostar algo? 
—Sería como quitarle el dinero, porque sé que tengo razón. Pero tengo aquí un soberano para apostar, solo para enseñarle a no ser tan terco. 
El vendedor se rio entre dientes, sin gracia. 
—Tráeme los libros, Bill —dijo. 
El muchachito fue y vino trayendo un cuaderno delgado y otro manchado de grasa, y los dejó juntos debajo de la lámpara. 
—¿Sabe qué, Señor Sabiondo? —dijo el vendedor—. Creía que no quedaban gansos, pero antes de que terminemos, se dará cuenta de que todavía hay uno en mi tienda. ¿Ve este librito? 
—Sí, ¿y? 
—Tiene la lista de la gente a la que le compro. ¿La ve? Pues bien, acá en esta página está la gente del campo y los números que están después de sus nombres indican dónde están sus cuentas en el libro mayor. ¡Ahora, vea! ¿Ve esta otra página con tinta roja? Bien, esa es la lista de mis proveedores en la ciudad. Bueno, mire el tercer nombre. Tan solo léamelo en voz alta. 
—“Señora Oakshott, 117 de la calle Brixton: 249” —leyó Holmes. 
—Así es. Ahora busque la página en el libro mayor. Holmes hojeó el libro hasta la página indicada. 
—Aquí está: “Señora Oakshott, 117 calle Brixton, proveedora de huevos y aves de corral”. 
—Y dígame, entonces, ¿cuál es la última anotación? 
—“Día 22 de diciembre. Veinticuatro gansos a 7 chelines 6 peniques”. 
—Muy cierto. Ahí tiene. ¿Y abajo? 
—“Vendidos al señor Windigate del bar Alfa, a 12 chelines”. 
—¿Y ahora qué me dice? 
Sherlock Holmes se veía profundamente disgustado. Sacó una moneda de un soberano de su bolsillo y la tiró sobre el mostrador; se alejó con el aspecto de una persona cuyo enojo es demasiado profundo para expresarlo con palabras. Cuando estuvo a unos pocos metros, se detuvo bajo un farol de la calle y comenzó a reírse en la forma contagiosa y sin ruido que le era característica.  
—Cuando vea a un hombre con los bigotes cortados así y con un Pink’un asomándole del bolsillo, siempre podrá entusiasmarlo con una apuesta —afirmó—. Me atrevo a decir que si hubiera puesto un billete de cien libras frente a él, este hombre no me habría dado una información tan completa como la que extraje de él cuando pensó que me estaba ganando una apuesta. Pues bien, Watson, nos hallamos, me imagino, cerca del final de nuestra búsqueda y el único punto que aún resta por definir es si debemos ir a lo de esta señora Oakshott esta misma noche, o debemos postergarlo para mañana. Resulta claro, por lo que dijo aquel malhumorado señor, que hay otros, además de nosotros mismos, que están inquietos a causa de este tema y yo debería… 
Sus comentarios fueron interrumpidos súbitamente por un fuerte alboroto que surgió en la tienda que acabábamos de dejar. Al darnos vuelta, vimos a un hombre menudo, con cara de ratón, parado en el centro del círculo de luz amarilla que emanaba de la lámpara colgante, mientras Breckinridge, el vendedor, encuadrado en la puerta de su tienda, agitaba los puños ferozmente hacia la figura servil. 
—¡Ya me cansé de ustedes y sus gansos! —gritaba—. ¡Váyanse todos al diablo! ¡Si siguen molestándome con su estúpido blablablá, les voy a soltar el perro! Si viniera la señora Oakshott aquí, yo le contestaría; pero ¡¿y a usted qué le importa?! ¡¿Acaso le compré los gansos a usted?! 
—No, pero igual uno de ellos era mío —se lamentó el hombrecito. 
—Bueno, entonces pregúntele a la señora Oakshott. 
—Ella me dijo que le preguntara a usted. 
—Bueno, puede preguntarle al rey de Prusia, por mí. Ya tuve suficiente de este asunto. ¡Lárguese de aquí! Se abalanzó con furia hacia adelante, y el hombrecito se escabulló y se alejó en la oscuridad. 
—¡Ajá! Esto podría ahorrarnos una visita a la calle Brixton —susurró Holmes—. Sígame, y veremos qué se puede obtener de este individuo. 
Mientras avanzaba entre los grupos dispersos de personas que paseaban por las llamativas tiendas, mi compañero velozmente alcanzó al hombrecito y le tocó el hombro. Él se dio vuelta, y pude ver, a la luz de la farola, que hasta el último rastro de color había desaparecido de su cara. 
—Pero ¿quiénes son? ¿Qué es lo que quieren? —preguntó con voz temblorosa. 
—Usted sabrá disculparme —dijo Holmes con suavidad—, pero no pude evitar escuchar las preguntas que acaba de hacerle a aquel vendedor. Creo que puedo resultarle de utilidad. 
—¿Usted? ¿Quién es? ¿Cómo podría saber algo de este asunto? 
—Mi nombre es Sherlock Holmes. Mi trabajo es conocer lo que otra gente desconoce. 
—Pero usted seguro que no sabe nada de esto… 
—Discúlpeme: lo sé todo. Está usted intentando rastrear un ganso que fue vendido por la señora Oakshott de la calle Brixton a un vendedor de apellido Breckinridge, quien a su vez lo vendió al señor Windigate del bar Alfa, y este a su club, del cual el señor Henry Baker es miembro. 
—Oh, señor, usted es precisamente la persona a quien estaba queriendo encontrar desde hace tiempo —exclamó el hombrecito con las manos extendidas y los dedos temblorosos—. Apenas puedo expresarle hasta qué punto estoy interesado en esta cuestión. 
Sherlock Holmes detuvo con una seña un coche que estaba pasando. 
—En tal caso, haremos bien en discutirlo en una habitación cómoda, en lugar de en este mercado azotado por el viento —dijo—. Pero le ruego que me diga, antes de que continuemos, a quién tengo el placer de estar ayudando. 
El hombre dudó durante un instante. 
—Mi nombre es John Robinson —respondió con una mirada de reojo.  
—No, no: el nombre real —dijo Holmes inocentemente—. Siempre resulta poco práctico hacer negocios con un alias. 
Las blancas mejillas del desconocido se tiñeron de rojo súbitamente. 
—Bien, pues —dijo—, mi nombre real es James Ryder. 
—Así es, precisamente. Jefe de conserjes del hotel The Cosmopolitan. Le ruego que suba al carro, y pronto estaré en condiciones de decirle todo lo que desea saber. 
El hombrecillo se quedó parado, mirándonos a uno y a otro con ojos mitad temerosos, mitad esperanzados, como alguien que no está seguro de si está a punto de recibir un tesoro caído del cielo o de sufrir una catástrofe. Entonces subió al coche, y en media hora estábamos de regreso en la sala de estar en la calle Baker. Nada se dijo durante el trayecto, pero la respiración agitada y rápida de nuestro nuevo acompañante y el juntarse y separarse de sus manos hablaban de la tensión nerviosa que llevaba dentro. 
—¡Aquí estamos! —dijo Holmes alegremente mientras ingresábamos en la habitación—. El fuego de la chimenea se ve muy oportuno para este clima. Usted parece estar congelado, señor Ryder. Por favor, siéntese en la silla de mimbre. Voy a ponerme mis pantuflas, antes de que resolvamos este asuntito suyo… ¡Listo, ahora! ¿Quiere usted saber qué pasó con aquellos gansos? 
—Sí, señor. 
—O más bien, supongo, con aquel ganso. Había una sola ave, imagino, en la cual usted estaba interesado: una blanca, con una línea negra que le cruzaba la cola.
Ryder tembló de emoción. 
—¡Oh, señor! —exclamó—. ¿Puede decirme adónde fue a parar? 
—Vino aquí. 
—¿Aquí? 
—Sí, y dio pruebas de ser el ave más extraordinaria. No me extraña que usted se muestre interesado en ella. Puso un huevo después de muerta: el más hermoso, el más brillante huevito azul que alguien haya visto nunca. Lo tengo aquí, en mi museo. 
Nuestro visitante tambaleó y se agarró de la repisa de la chimenea con la mano derecha. Holmes abrió el cerrojo de su caja fuerte y sostuvo en alto el carbunclo azul, que refulgía como una estrella, con un resplandor frío, chispeante y lleno de brillo. Ryder se lo quedó mirando con el rostro demacrado, sin decidirse entre reclamarlo o desconocerlo. 
—El juego terminó, Ryder —dijo Holmes en voz baja—. ¡Póngase derecho, hombre, o se caerá en el fuego! Dele una mano para que vuelva a su silla, Watson. No tiene suficiente arrojo para meterse en crímenes y salir impune. Sírvale un trago de coñac. ¡Bien! Ahora se lo ve un poco más humano. ¡Vaya ganso que es este tipo!
Por un instante el hombre tambaleó y estuvo a punto de caerse, pero el licor devolvió un tono de color a sus mejillas, y se sentó mientras miraba con ojos aterrorizados a su acusador. 
—Tengo casi todos los eslabones de la cadena en mis manos y todas las pruebas que podría llegar a necesitar, así que solo necesito que me diga unas pocas cosas. Sin embargo, ese poco debe ser aclarado, para que el caso quede cerrado. Ryder, ¿había usted oído hablar acerca de la joya azul de la condesa de Morcar? 
—Fue Catherine Cusack quien me contó sobre ella —respondió con voz entrecortada. 
—Ya veo… la doncella de su señoría. Bueno, la tentación de una riqueza repentina adquirida con tanta facilidad fue demasiado fuerte para usted, así como lo fue para mejores hombres antes; pero no fue muy escrupuloso en los métodos que utilizó. Me parece, Ryder, que en usted se está formando un tremendo villano. Supo que el tal Horner, el plomero, había estado envuelto en algún asunto similar antes, y que las sospechas recaerían mucho más fácilmente sobre él. ¿Qué es lo que hizo, entonces? Rompieron alguna cosa en la habitación de la dama —usted y su cómplice Cusack— y organizaron que se enviara a aquel hombre para que lo arreglara. Luego, apenas se fue, saquearon el joyero, dieron la voz de alarma e hicieron que este desafortunado fuera arrestado. Luego ustedes… 
Ryder se arrojó súbitamente sobre la alfombra y se aferró a las rodillas de mi compañero. 
—¡Por el amor de Dios, tenga piedad! —gritó—. ¡Piense en mi padre! ¡O en mi madre! Se les rompería el corazón. ¡Nunca antes hice nada malo! Y nunca lo volveré a hacer. Lo juro. Lo juraría sobre una Biblia. ¡Oh, no lleve esto a la corte! ¡Por Jesucristo, no! 
—¡Vuelva a su silla! —dijo Holmes con dureza—. Está muy bien arrodillarse y arrastrarse ahora, pero debería haber pensado antes en el pobre Horner, que está en la cárcel por un crimen con el que no tiene nada que ver. 
—Me escaparé, señor Holmes. Dejaré el país, señor. Y entonces los cargos contra él se caerán. 
—Hmmm… Ya hablaremos de eso. Ahora, escuchemos un informe preciso del siguiente acto. ¿Cómo llegó la piedra al interior del ganso y cómo llegó el ganso al mercado? Díganos la verdad, porque de eso depende su única chance de salvación. 
Ryder se pasó la lengua por los labios resecos. 
—Se lo contaré tal como sucedió, señor —dijo—. Cuando Horner fue arrestado, me pareció que sería mejor escaparme con la piedra sin demoras, porque no sabía en qué momento se le podría ocurrir a la policía inspeccionarme a mí y a mi habitación. No había ningún lugar en el hotel que fuera seguro. Salí, como si estuviera realizando un mandado, y fui hasta la casa de mi hermana. Ella se casó con un hombre de apellido Oakshott, y vive en la calle Brixton, donde engorda aves para venderlas en el mercado. En todo el recorrido, cada persona que me cruzaba me parecía un policía o un detective; y, aunque era una noche muy fría, el sudor me corría por la cara desde antes de llegar a la calle Brixton. Mi hermana me preguntó qué pasaba, por qué estaba tan pálido; pero le conté que estaba alterado por el robo de la joya en el hotel. Luego fui al patio y fumé una pipa y me pregunté qué era lo que tenía que hacer. ”Yo tenía, tiempo atrás, un amigo llamado Maudsley, que fue por mal camino y por entonces acababa de cumplir su condena en Pentonville. Un día nos encontramos y empezamos a conversar sobre anécdotas de ladrones y de cómo conseguían librarse de lo que robaban. Sabía que no me delataría, porque yo conocía uno o dos secretos de él; así que decidí que iría a Kilburn, donde él vivía, y que le contaría todo. Él me mostraría cómo convertir la joya en dinero. Pero ¿cómo llegar hasta él sin que me atraparan? Pensé en la angustia que había tenido que pasar al salir del hotel. En cualquier momento podría ser detenido y registrado, y ahí estaba la joya, en el bolsillo de mi chaqueta. En ese momento me apoyé contra la pared y observé los gansos que se balanceaban alrededor de mis pies, y de repente se me ocurrió una idea que me mostró cómo podía engañar hasta al mejor detective que hubiera vivido jamás. ”Unas semanas atrás, mi hermana me había dicho que podía pasar a buscar uno de sus gansos como regalo de Navidad y sabía que siempre cumplía con su palabra. Me llevaría el ganso en ese momento, y en él transportaría mi joya hasta Kilburn. Había un pequeño galpón en el patio y atrás de él llevé una de las aves: una muy grande y linda, blanca, con una raya en la cola. La atrapé, le abrí el pico y le metí a la fuerza la joya por la garganta, tan abajo como pude llegar con el dedo. El ave tragó y sentí cómo la piedra pasaba por su garganta y bajaba hasta el buche. Pero el animal aleteaba y luchaba, y llegó mi hermana para ver qué era lo que estaba pasando. Cuando me di vuelta para hablarle, la bestia se soltó y se fue revoloteando junto con las demás. ”
—¿Pero qué estabas haciendo con ese ganso, Jem? —me preguntó ella. ”
—Bueno —contesté—, es que me dijiste que me ibas a regalar uno para Navidad, y estaba tanteando a ver cuál era el más gordo. ”
—Ah —dijo ella—, al tuyo ya te lo separamos… ‘El ganso de Jem’, lo llamamos. Es el grandote blanco que está por allá. En total tenemos veintiséis: uno para ti, uno para nosotros y dos docenas para vender en el mercado. ”
—Gracias, Maggie —dije—, pero si te da lo mismo, preferiría llevarme ese que tenía aquí ahora.”
—El otro tiene, fácil, tres libras más de peso —replicó ella—, y lo engordamos expresamente para ti.”
—No me importa. Prefiero este, y me lo llevaré ahora —dije yo”
—Oh, bueno, como quieras —dijo ella, un poco ofuscada—. ¿Cuál es el que quieres, entonces? ”
—Ese blanco con una raya negra en la cola, el que está justo en el medio de la bandada. ”
—Oh, muy bien. Mátalo y llévatelo. ”
Y bien, hice lo que ella dijo, señor Holmes, y transporté el ave todo el camino hasta Kilburn. Le dije a mi compinche lo que había hecho, porque él es un hombre al que es fácil contarle una cosa así. Él se descostilló de la risa, trajo un cuchillo y abrió el ganso. El corazón se me hizo polvo, porque no había rastros de la joya, y me di cuenta de que había cometido un terrible error. Dejé el ganso y volví volando a lo de mi hermana, después corrí hasta el patio. No había ni un ave a la vista. ”
—¿Dónde están todos los gansos, Maggie? —grité. ”
—Ya están en lo del comerciante, Jem. ”
—¿Cuál comerciante? ”
—Breckinridge, de Covent Garden. ”
—Pero… ¿había otro que tuviera la cola rayada? —le pregunté—. ¿Igual que el que elegí yo? ”
—Sí, Jem: había dos con raya en la cola y nunca los pude diferenciar. ”
Y bien, por supuesto ahí entendí lo que había pasado y corrí lo más rápido que me llevaron los pies hasta lo de este tipo, Breckinridge; pero él había vendido todo el lote junto y no quiso decirme ni una palabra de adónde habían ido a parar. Ustedes mismos lo escucharon esta noche. Bueno: cada vez que le pregunté me contestó de la misma forma. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco. A veces, yo mismo lo creo. Y ahora… y ahora soy un ladrón hecho y derecho, sin siquiera haber tocado el dinero por el cual vendí mi buen nombre. ¡Que Dios me ayude! ¡Que Dios me ayude! Estalló en un llanto convulsivo, con la cara tapada entre las manos. Se hizo un largo silencio, solo interrumpido por su agitada respiración y por el acompasado tamborileo de los dedos de Sherlock Holmes sobre el borde de la mesa. Luego mi amigo se levantó y abrió la puerta. 
—¡Lárguese! —dijo. 
—¿De verdad, señor? ¡Oh, que Dios lo bendiga! 
—Ni una palabra más. ¡Váyase! 
Y no fue necesaria ni una palabra más. Se produjo una corrida, un estrépito escaleras abajo, el ruido de un portazo y el repiqueteo seco de pisadas que corrían en la calle. 
—Después de todo, Watson —dijo Holmes, mientras extendía la mano para alcanzar su pipa de arcilla—, no fui contratado por la policía para cubrir sus deficiencias. Si Horner estuviera en peligro, eso sería otra cosa; pero este tipo no se presentará a declarar en su contra, y el caso se derrumbará. Supongo que estoy indultando un crimen, pero es igualmente probable que esté salvando un alma. Este hombre no volverá a hacer el mal, está terriblemente asustado. En cambio, envíelo a la cárcel ahora y lo convertirá en ave enjaulada para toda la vida. Además, estamos en la época del año en que hay que perdonar. La casualidad nos puso entre las manos el problema más extravagante y singular, y su solución es su propia recompensa. Si tiene la amabilidad de tocar la campanilla, doctor, comenzaremos otra investigación en la que también una avecita será la protagonista.
Arthur Conan Doyle

FUENTES UTILIZADAS:
Para la realización de esta entrada se han utilizado, entre otras, las siguientes fuentes:
Conan Doyle, Sir Arthur. El carbunclo azul. Documento. pdf. Buenos Aires Ciudad. BA. https://buenosaires.gob.ar/ 16/12/2024.
Meisterdrucke. Kuntsreproduktionen. Fine Art Prints. Portrait of Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), English novelist. Photograph. Unnown artist. 16/12/2024.
Las imágenes o vídeos que la acompañan se utilizan solo con fines educativos y el © de las fotografías y el © de los vídeos pertenecen a sus autores.



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