Robert Lee Frost, nacido en San Francisco en 1874, es uno de los fundadores de la poesía moderna del siglo XX en Estados Unidos.
Su poesía está inspirada en la poesía pastoril y en los poetas clásicos romanos Horacio y Virgilio
Su obras nos muestran con sencillez y filosofía la vida del hombre rural de Nueva Inglaterra.
Robert Frost explica así su oficio de poeta:
"Una poesía comienza con un nudo en la garganta, un sentimiento de nostalgia, o una pena de amor. Consiste en una tentativa para encontrar una expresión y un esfuerzo para encontrar un apaciguamiento. Una poesía está acabada y completa cuando una emoción ha encontrado un pensamiento que la expresa, y el pensamiento una palabra".
Uno de sus poemas más famosos, Árboles de Navidad, tiene un ambiente rural y navideño y nos narra un breve encuentro entre un hombre de ciudad y uno del campo.
ÁRBOLES DE NAVIDAD
La ciudad se había replegado sobre sí misma
y dejado al fin el campo para el campo;
cuando entre los remolinos de nieve que no vienen a descansar
y los remolinos de hojas que todavía no descansaron, un extraño
arribó a nuestro jardín, que miraba a la ciudad,
haciéndolo del modo campestre en que lo hacen allí,
se sentó y esperó hasta que nos hizo salir fuera con nuestros abrigos sin abotonar
para preguntarle quién era.
El nos mostró que la ciudad volvía
para buscar algo que había perdido
sin lo cual no podría hacer su Navidad.
Me preguntó si podía venderle mis Árboles de Navidad;
mis bosques - los jóvenes abetos balsámicos
un lugar donde las casas son todas como iglesias y tienen pináculos.
Nunca pensé en ellos como árboles de Navidad.
Dudo si estuve tentado por un momento
de vendérselos sus pies marchando en autos dejando toda pelada la ladera detrás de la casa,
donde el sol calienta ahora no más que la luna.
Odiaría que ellos lo supieran si fuera así.
Más aún odiaría mantener mis árboles excepto
como otros mantienen los suyos o rehusan hacerlo,
más allá del tiempo de crecimiento provechoso,
la prueba del mercado que cada cosa debe afrontar.
Me entretuve demasiado con la idea de venderlos.
Luego, ya sea por una cortesía mal entendida y temor de parecer corto de palabras,
o por la esperanza de escuchar algo bueno de lo que era mío, dije
“No hay suficientes que valgan la pena”.
“Podría decirle pronto cuántos deberían cortar, déjeme echarles un vistazo”.
“Puede mirar. Pero no espere que deje que los tenga”
en la pradera brotaban, algunos en grupos demasiado juntos,
cuyas ramas se entrecruzaban, aunque no unos pocos solitarios con ramas iguales,
todos redondos y redondos.
A los últimos el asentía “Sí”, o hacía una pausa para decir debajo de alguno más hermoso,
con la moderación de un comprador “Este podría valer”.
Yo pensaba lo mismo, pero no estaba allí para decirlo.
Trepamos por la pradera en el sur, la cruzamos, y salimos al norte.
El dijo “Mil”.
“¡Mil árboles de Navidad! -¿a cuánto cada uno?”
El sintió la necesidad de suavizarlo para mí:
“Mil árboles serían treinta dólares”.
Entonces estuve seguro de que nunca quise decir que podía llevárselos.
¡Nunca mostré sorpresa! Pero treinta dólares parecían tan poco
al lado de la extensión de la pradera que debía destrozar,
tres céntimos (porque eso era todo lo que calculaban por pieza),
tres céntimos tan poco al lado de lo que los amigos del dólar
a los que debería estar escribiendo para dentro de una hora
podrían pagar en ciudades por buenos árboles como estos,
árboles regulares para la sacristía de todas las Escuelas Dominicales
podrían colgarse suficiente para recoger suficiente.
¡Mil Árboles de Navidad que no sabía que tenía!
Valen más tirar los tres centavos que venderlos,
como se puede demostrar con un simple cálculo.
Qué pena que no pueda meter uno en una carta.
No puedo evitar desear que pudiera enviarte uno,
al desearte aquí una Feliz Navidad.
Nunca pensé en ellos como árboles de Navidad.
Dudo si estuve tentado por un momento
de vendérselos sus pies marchando en autos dejando toda pelada la ladera detrás de la casa,
donde el sol calienta ahora no más que la luna.
Odiaría que ellos lo supieran si fuera así.
Más aún odiaría mantener mis árboles excepto
como otros mantienen los suyos o rehusan hacerlo,
más allá del tiempo de crecimiento provechoso,
la prueba del mercado que cada cosa debe afrontar.
Me entretuve demasiado con la idea de venderlos.
Luego, ya sea por una cortesía mal entendida y temor de parecer corto de palabras,
o por la esperanza de escuchar algo bueno de lo que era mío, dije
“No hay suficientes que valgan la pena”.
“Podría decirle pronto cuántos deberían cortar, déjeme echarles un vistazo”.
“Puede mirar. Pero no espere que deje que los tenga”
en la pradera brotaban, algunos en grupos demasiado juntos,
cuyas ramas se entrecruzaban, aunque no unos pocos solitarios con ramas iguales,
todos redondos y redondos.
A los últimos el asentía “Sí”, o hacía una pausa para decir debajo de alguno más hermoso,
con la moderación de un comprador “Este podría valer”.
Yo pensaba lo mismo, pero no estaba allí para decirlo.
Trepamos por la pradera en el sur, la cruzamos, y salimos al norte.
El dijo “Mil”.
“¡Mil árboles de Navidad! -¿a cuánto cada uno?”
El sintió la necesidad de suavizarlo para mí:
“Mil árboles serían treinta dólares”.
Entonces estuve seguro de que nunca quise decir que podía llevárselos.
¡Nunca mostré sorpresa! Pero treinta dólares parecían tan poco
al lado de la extensión de la pradera que debía destrozar,
tres céntimos (porque eso era todo lo que calculaban por pieza),
tres céntimos tan poco al lado de lo que los amigos del dólar
a los que debería estar escribiendo para dentro de una hora
podrían pagar en ciudades por buenos árboles como estos,
árboles regulares para la sacristía de todas las Escuelas Dominicales
podrían colgarse suficiente para recoger suficiente.
¡Mil Árboles de Navidad que no sabía que tenía!
Valen más tirar los tres centavos que venderlos,
como se puede demostrar con un simple cálculo.
Qué pena que no pueda meter uno en una carta.
No puedo evitar desear que pudiera enviarte uno,
al desearte aquí una Feliz Navidad.
And left at last the country to the country;
When between whirls of snow not come to lie
And whirls of foliage not yet laid, there drove
A stranger to our yard, who looked the city,
Yet did in country fashion in that there
He sat and waited till he drew us out
A-buttoning coats to ask him who he was.
He proved to be the city come again
To look for something it had left behind
And could not do without and keep its Christmas.
He asked if I would sell my Christmas trees;
My woods—the young fir balsams like a place
Where houses all are churches and have spires.
I hadn’t thought of them as Christmas Trees.
I doubt if I was tempted for a moment
To sell them off their feet to go in cars
And leave the slope behind the house all bare,
Where the sun shines now no warmer than the moon.
I’d hate to have them know it if I was.
Yet more I’d hate to hold my trees except
As others hold theirs or refuse for them,
Beyond the time of profitable growth,
The trial by market everything must come to.
I dallied so much with the thought of selling.
Then whether from mistaken courtesy
And fear of seeming short of speech, or whether
From hope of hearing good of what was mine, I said,
“There aren’t enough to be worth while.”
“I could soon tell how many they would cut,
You let me look them over.”
“You could look.
But don’t expect I’m going to let you have them.”
Pasture they spring in, some in clumps too close
That lop each other of boughs, but not a few
Quite solitary and having equal boughs
All round and round. The latter he nodded “Yes” to
Or paused to say beneath some lovelier one,
With a buyer’s moderation, “That would do.”
I thought so too, but wasn’t there to say so.
We climbed the pasture on the south, crossed over,
And came down on the north. He said, “A thousand.”
“A thousand Christmas trees!—at what apiece?”
He felt some need of softening that to me:
“A thousand trees would come to thirty dollars.”
Then I was certain I had never meant
To let him have them. Never show surprise!
But thirty dollars seemed so small beside
The extent of pasture I should strip, three cents
(For that was all they figured out apiece),
Three cents so small beside the dollar friends
I should be writing to within the hour
Would pay in cities for good trees like those,
Regular vestry-trees whole Sunday Schools
Could hang enough on to pick off enough.
A thousand Christmas trees I didn’t know I had!
Worth three cents more to give away than sell,
As may be shown by a simple calculation.
Too bad I couldn’t lay one in a letter.
I can’t help wishing I could send you one,
In wishing you herewith a Merry Christmas.
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