AGATHA CHRISTIE
Agatha Christie fue una escritora inglesa del género policíaco, sin duda una de las más prolíficas y leídas del siglo XX.
Agatha Christie ha tenido admiradores y detractores entre escritores y críticos.
Se la acusa de conservadurismo y de exaltación patriótica de la superioridad británica.
Pero se reconoce también su habilidad para la recreación de ambientes rurales y urbanos de la Inglaterra de la primera mitad del siglo XX, su oído para el diálogo, la verosimilitud de las motivaciones psicológicas de sus asesinos, e incluso su radical escepticismo respecto de la naturaleza humana ya que en sus obras cualquiera puede ser un asesino.
Se la conoce como la Reina del Crimen o la Reina del Misterio.
Escribió a lo largo de su vida más de ochenta novelas de género policíaco, ciento cincuenta cuentos, cerca de veinte obras teatrales, así como seis novelas románticas, además de un par de libros basados en la vida real, entre ellos su autobiografía.
Aquí puedes leer completo Nido de avispas uno de sus relatos breves:
NIDO DE AVISPAS
John
Harrison salió de la casa y se quedó un momento en la terraza de cara al
jardín. Era un hombre alto de rostro delgado y cadavérico. No obstante, su
aspecto lúgubre se suavizaba al sonreír, mostrando entonces algo muy atractivo.
Harrison
amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto,
soleado y lánguido. Las rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces
perfumaban el aire.
Un familiar
chirrido hizo que Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se reflejó
en su semblante, pues la pulcra figura que avanzaba por el sendero era la que
menos esperaba.
-¡Qué
alegría! -exclamó Harrison-. ¡Si es monsieur Poirot!
En efecto,
allí estaba Hércules Poirot, el sagaz detective.
-¡Yo en
persona. En cierta ocasión me dijo: “Si alguna vez se pierde en aquella parte
del mundo, venga a verme.” Acepté su invitación, ¿lo recuerda?
-¡Me siento
encantado -aseguró Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.
Su mano
hospitalaria le señaló una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas.
-Gracias
-repuso Poirot dejándose caer en un sillón de mimbre-. ¿Por casualidad no tiene
jarabe? No, ya veo que no. Bien, sírvame un poco de soda, por favor whisky no
-su voz se hizo plañidera mientras le servían-. ¡Cáspita, mis bigotes están
lacios! Debe de ser el calor.
-¿Qué le
trae a este tranquilo lugar? -preguntó Harrison mientras se acomodaba en otro
sillón-. ¿Es un viaje de placer?
-No, mon
ami; negocios.
-¿Negocios?
¿En este apartado rincón?
Poirot
asintió gravemente.
-Sí, amigo
mío; no todos los delitos tienen por marco las grandes aglomeraciones urbanas.
Harrison se
rió.
-Imagino que
fui algo simple. ¿Qué clase de delito investiga usted por aquí? Bueno, si puedo
preguntar.
-Claro que
sí. No sólo me gusta, sino que también le agradezco sus preguntas.
Los ojos de
Harrison reflejaban curiosidad. La actitud de su visitante denotaba que le
traía allí un asunto de importancia.
-¿Dice que
se trata de un delito? ¿Un delito grave?
-Uno de los
más graves delitos.
-¿Acaso un
…?
-Asesinato
-completó Poirot.
Tanto
énfasis puso en la palabra que Harrison se sintió sobrecogido. Y por si esto
fuera poco las pupilas del detective permanecían tan fijamente clavadas en él,
que el aturdimiento lo invadió. Al fin pudo articular:
-No sé que
haya ocurrido ningún asesinato aquí.
-No -dijo
Poirot-. No es posible que lo sepa.
-¿Quién es?
-De momento,
nadie.
-¿Qué?
-Ya le he
dicho que no es posible que lo sepa. Investigo un crimen aún no ejecutado.
-Veamos, eso
suena a tontería.
-En
absoluto. Investigar un asesinato antes de consumarse es mucho mejor que
después. Incluso, con un poco de imaginación, podría evitarse.
Harrison lo
miró incrédulo.
-¿Habla
usted en serio, monsieur Poirot?
-Sí, hablo
en serio.
-¿Cree de
verdad que va a cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!
Hércules
Poirot, sin hacer caso de la observación, dijo:
-A menos que
usted y yo podamos evitarlo. Sí, mon ami.
-¿Usted y
yo?
-Usted y yo.
Necesitaré su cooperación.
-¿Esa es la
razón de su visita?
Los ojos de
Poirot le transmitieron inquietud.
-Vine,
monsieur Harrison, porque … me agrada usted -y con voz más despreocupada
añadió-: Veo que hay un nido de avispas en su jardín. ¿Por qué no lo destruye?
El cambio de
tema hizo que Harrison frunciera el ceño. Siguió la mirada de Poirot y dijo:
-Pensaba
hacerlo. Mejor dicho, lo hará el joven Langton. ¿Recuerda a Claude Langton?
Asistió a la cena en que nos conocimos usted y yo. Viene esta noche
expresamente a destruir el nido.
-¡Ah!
-exclamó Poirot-. ¿Y cómo piensa hacerlo?
-Con
petróleo rociado con un inyector de jardín. Traerá el suyo que es más adecuado
que el mío.
-Hay otro
sistema, ¿no? -preguntó Poirot-. Por ejemplo, cianuro de potasio.
Harrison
alzó la vista sorprendido.
-¡Es
peligroso! Se corre el riesgo de su fijación en la plantas.
Poirot asintió.
-Sí; es un
veneno mortal -guardó silencio un minuto y repitió-: Un veneno mortal.
-Útil para
desembarazarse de la suegra, ¿verdad? -se rió Harrison. Hércules Poirot
permaneció serio.
-¿Está
completamente seguro, monsieur Harrison, de que Langton destruirá el avispero
con petróleo?
-¡Segurísimo.
¿Por qué?
-¡Simple
curiosidad. Estuve en la farmacia de Bachester esta tarde, y mi compra exigió
que firmase en el libro de venenos. La última venta era cianuro de potasio,
adquirido por Claude Langton.
Harrison enarcó
las cejas.
-¡Qué raro!
Langton se opuso el otro día a que empleásemos esa sustancia. Según su parecer,
no debería venderse para este fin.
Poirot miró
por encima de las rosas. Su voz fue muy queda al preguntar:
-¿Le gusta
Langton?
La pregunta
cogió por sorpresa a Harrison, que acusó su efecto.
-¡Qué quiere
que le diga! Pues sí, me gusta ¿Por qué no ha de gustarme?
-Mera
divagación -repuso Poirot-. ¿Y usted es de su gusto?
Ante el
silencio de su anfitrión, repitió la pregunta.
-¿Puede
decirme si usted es de su gusto?
-¿Qué se
propone, monsieur Poirot? No termino de comprender su pensamiento.
-Le seré
franco. Tiene usted relaciones y piensa casarse, monsieur Harrison. Conozco a
la señorita Moly Deane. Es una joven encantadora y muy bonita. Antes estuvo prometida
a Claude Langton, a quien dejó por usted.
Harrison
asintió con la cabeza.
-Yo no
pregunto cuáles fueron las razones; quizás estén justificadas, pero ¿no le
parece justificada también cualquier duda en cuanto a que Langton haya olvidado
o perdonado?
-Se
equivoca, monsieur Poirot. Le aseguro que está equivocado. Langton es un deportista
y ha reaccionado como un caballero. Ha sido sorprendentemente honrado conmigo,
y, no con mucho, no ha dejado de mostrarme aprecio.
-¿Y no le
parece eso poco normal? Utiliza usted la palabra “sorprendente” y, sin embargo,
no demuestra hallarse sorprendido.
-No lo
comprendo, monsieur Poirot.
La voz del
detective acusó un nuevo matiz al responder:
-Quiero
decir que un hombre puede ocultar su odio hasta que llegue el momento adecuado.
-¿Odio?
-Harrison sacudió la cabeza y se rió.
-Los
ingleses son muy estúpidos -dijo Poirot-. Se consideran capaces de engañar a
cualquiera y que nadie es capaz de engañarlos a ellos. El deportista, el
caballero, es un Quijote del que nadie piensa mal. Pero, a veces, ese mismo
deportista, cuyo valor le lleva al sacrificio, piensa lo mismo de sus
semejantes y se equivoca.
-Me está
usted advirtiendo en contra de Claude Langton -exclamó Harrison-. Ahora
comprendo esa intención suya que me tenía intrigado.
Poirot
asintió, y Harrison, bruscamente, se puso en pie.
-¿Está usted
loco, monsieur Poirot? ¡Esto es Inglaterra! Aquí nadie reacciona así. Los
pretendientes rechazados no apuñalan por la espalda o envenenan. ¡Se equivoca
en cuanto a Langton! Ese muchacho no haría daño a una mosca.
-La vida de
una mosca no es asunto mío -repuso Poirot plácidamente-. No obstante, usted
dice que monsieur Langton no es capaz de matarlas, cuando en este momento debe
prepararse para exterminar a miles de avispas.
Harrison no
replicó, y el detective, puesto en pie a su vez, colocó una mano sobre el hombro
de su amigo, y lo zarandeó como si quisiera despertarlo de un mal sueño.
-¡Espabílese,
amigo, espabílese! Mire aquel hueco en el tronco del árbol. Las avispas
regresan confiadas a su nido después de haber volado todo el día en busca de su
alimento. Dentro de una hora habrán sido destruidas, y ellas lo ignoran, porque
nadie les advierte. De hecho carecen de un Hércules Poirot. Monsieur Harrison,
le repito que vine en plan de negocios. El crimen es mi negocio, y me incumbe
antes de cometerse y después. ¿A qué hora vendrá monsieur Langton a eliminar el
nido de avispas?
-Langton
jamás…
-¿A qué
hora? -lo atajó.
-A las
nueve. Pero le repito que está equivocado. Langton jamás…
-¡Estos
ingleses! -volvió a interrumpirlo Poirot.
Recogió su
sombrero y su bastón y se encaminó al sendero, deteniéndose para decir por
encima del hombro.
-No me quedo
para no discutir con usted; sólo me enfurecería. Pero entérese bien: regresaré
a las nueve.
Harrison
abrió la boca y Poirot gritó antes de que dijese una sola palabra:
-Sé lo que
va a decirme: “Langton jamás…”, etcétera. ¡Me aburre su “Langton jamás”! No lo
olvide, regresaré a las nueve. Estoy seguro de que me divertirá ver cómo
destruye el nido de avispas. ¡Otro de los deportes ingleses!
No esperó la
reacción de Harrison y se fue presuroso por el sendero hasta la verja. Ya en el
exterior, caminó pausadamente, y su rostro se volvió grave y preocupado. Sacó
el reloj del bolsillo y los consultó. Las manecillas marcaban las ocho y diez.
-Unos tres
cuartos de hora -murmuró-. Quizá hubiera sido mejor aguardar en la casa.
Sus pasos se
hicieron más lentos, como si una fuerza irresistible lo invitase a regresar.
Era un extraño presentimiento, que, decidido, se sacudió antes de seguir hacia
el pueblo. No obstante, la preocupación se reflejaba en su rostro y una o dos
veces movió la cabeza, signo inequívoco de la escasa satisfacción que le
producía su acto.
Minutos
antes de las nueve, se encontraba de nuevo frente a la verja del jardín. Era
una noche clara y la brisa apenas movía las ramas de los árboles. La quietud
imperante rezumaba un algo siniestro, parecido a la calma que antecede a la
tempestad.
Repentinamente
alarmado, Poirot apresuró el paso, como si un sexto sentido lo pusiese sobre
aviso. De pronto, se abrió la puerta de la verja y Claude Langton, presuroso,
salió a la carretera. Su sobresalto fue grande al ver a Poirot.
-¡Ah…! ¡Oh…!
Buenas noches.
-Buenas
noches, monsieur Langton. ¿Ha terminado usted?
El joven lo
miró inquisitivo.
-Ignoro a
qué se refiere -dijo.
-¿Ha
destruido ya el nido de avispas?
-No.
-¡Oh!
-exclamó Poirot como si sufriera un desencanto-. ¿No lo ha destruido? ¿Qué hizo
usted, pues?
-He charlado
con mi amigo Harrison. Tengo prisa, monsieur Poirot. Ignoraba que vendría a
este solitario rincón del mundo.
-Me traen
asuntos profesionales.
-Hallará a
Harrison en la terraza. Lamento no detenerme.
Langton se
fue y Poirot lo siguió con la mirada. Era un joven nervioso, de labios finos y
bien parecido.
-Dice que
encontraré a Harrison en la terraza -murmuró Poirot-. ¡Veamos!
Penetró en
el jardín y siguió por el sendero. Harrison se hallaba sentado en una silla
junto a la mesa. Permanecía inmóvil, y no volvió la cabeza al oír a Poirot.
-¡Ah, mon
ami! -exclamó éste-. ¿Cómo se encuentra?
Después de
una larga pausa, Harrison, con voz extrañamente fría, inquirió:
-¿Qué ha
dicho?
-Le he
preguntado cómo se encuentra.
-Bien. Sí;
estoy bien. ¿Por qué no?
-¿No siente
ningún malestar? Eso es bueno.
-¿Malestar?
¿Por qué?
-Por el
carbonato sódico.
Harrison
alzó la cabeza.
-¿Carbonato
sódico? ¿Qué significa eso?
Poirot se
excusó.
-Siento
mucho haber obrado sin su consentimiento, pero me vi obligado a ponerle un poco
en uno de sus bolsillos.
-¿Que puso
usted un poco en uno de mis bolsillos? ¿Por qué diablos hizo eso?
Poirot se
expresó con esa cadencia impersonal de los conferenciantes que hablan a los
niños.
-Una de las
ventajas o desventajas del detective radica en su conocimiento de los bajos
fondos de la sociedad. Allí se aprenden cosas muy interesantes y curiosas.
Cierta vez me interesé por un simple ratero que no había cometido el hurto que
se le imputaba, y logré demostrar su inocencia. El hombre, agradecido, me pagó
enseñándome los viejos trucos de su profesión. Eso me permite ahora hurgar en
el bolsillo de cualquiera con solo escoger el momento oportuno. Para ello basta
poner una mano sobre su hombro y simular un estado de excitación. Así logré
sacar el contenido de su bolsillo derecho y dejar a cambio un poco de carbonato
sódico. Compréndalo. Si un hombre desea poner rápidamente un veneno en su
propio vaso, sin ser visto, es natural que lo lleve en el bolsillo derecho de
la americana.
Poirot se
sacó de uno de sus bolsillos algunos cristales blancos y aterronados.
-Es muy
peligroso -murmuró- llevarlos sueltos.
Curiosamente
y sin precipitarse, extrajo de otro bolsillo un frasco de boca ancha. Deslizó
en su interior los cristales, se acercó a la mesa y vertió agua en el frasco.
Una vez tapado lo agitó hasta disolver los cristales. Harrison los miraba
fascinado.
Poirot se
encaminó al avispero, destapó el frasco y roció con la solución el nido.
Retrocedió un par de pasos y se quedó allí a la expectativa. Algunas avispas se
estremecieron un poco antes de quedarse quietas. Otras treparon por el tronco
del árbol hasta caer muertas. Poirot sacudió la cabeza y regresó al pórtico.
-Una muerte
muy rápida -dijo.
Harrison
pareció encontrar su voz.
-¿Qué sabe
usted?
-Como le
dije, vi el nombre de Claude Langton en el registro. Pero no le conté lo que
siguió inmediatamente después. Lo encontré al salir a la calle y me explicó que
había comprado cianuro de potasio a petición de usted para destruir el nido de
avispas. Eso me pareció algo raro, amigo mío, pues recuerdo que en aquella cena
a que hice referencia antes, usted expuso su punto de vista sobre el mayor
mérito de la gasolina para estas cosas, y denunció el empleo de cianuro como
peligroso e innecesario.
-Siga.
-Sé algo
más. Vi a Claude Langton y a Molly Deane cuando ellos se creían libres de ojos
indiscretos. Ignoro la causa de la ruptura de enamorados que llegó a
separarlos, poniendo a Molly en los brazos de usted, pero comprendí que los
malos entendidos habían acabado entre la pareja y que la señorita Deane volvía
a su antiguo amor.
-Siga.
-Nada más.
Salvo que me encontraba en Harley el otro día y vi salir a usted del
consultorio de cierto doctor, amigo mío. La expresión de usted me dijo la clase
de enfermedad que padece y su gravedad. Es una expresión muy peculiar, que sólo
he observado un par de veces en mi vida, pero inconfundible. Ella refleja el
conocimiento de la propia sentencia de muerte. ¿Tengo razón o no?
-Sí. Sólo
dos meses de vida. Eso me dijo.
-Usted no me
vio, amigo mío, pues tenía otras cosas en qué pensar. Pero advertí algo más en
su rostro; advertí esa cosa que los hombres tratan de ocultar, y de la cual le
hablé antes. Odio, amigo mío. No se moleste en negarlo.
-Siga
- apremió Harrison.
-No hay
mucho más que decir. Por pura casualidad vi el nombre de Langton en el libro de
registro de venenos. Lo demás ya lo sabe. Usted me negó que Langton fuera a
emplear el cianuro, e incluso se mostró sorprendido de que lo hubiera
adquirido. Mi visita no le fue particularmente grata al principio, si bien muy
pronto la halló conveniente y alentó mis sospechas. Langton me dijo que vendría
a las ocho y media. Usted que a las nueve. Sin duda pensó que a esa hora me
encontraría con el hecho consumado.
-¿Por qué
vino? - gritó Harrison-. ¡Ojalá no hubiera venido!
-Se lo dije.
El asesinato es asunto de mi incumbencia.
-¿Asesinato?
¡Suicidio querrá decir!
-No - la voz
de Poirot sonó claramente aguda-. Quiero decir asesinato. Su muerte seria
rápida y fácil, pero la que planeaba para Langton era la peor muerte que un
hombre puede sufrir. Él compra el veneno, viene a verlo y los dos permanecen
solos. Usted muere de repente y se encuentra cianuro en su vaso. ¡A Claude
Langton lo cuelgan! Ese era su plan.
Harrison
gimió al repetir:
-¿Por qué
vino? ¡Ojalá no hubiera venido!
-Ya se lo he
dicho. No obstante, hay otro motivo. Lo aprecio monsieur Harrison.
Escuche, mon ami; usted es un moribundo y ha perdido la joven que
amaba; pero no es un asesino. Dígame la verdad: ¿Se alegra o lamenta ahora de
que yo viniese?
Tras una
larga pausa, Harrison se animó. Había dignidad en su rostro y la mirada del
hombre que ha logrado salvar su propia alma. Tendió la mano por encima de la
mesa y dijo:
-Fue una
suerte que viniera usted.
Agatha Christie
Para la realización de esta entrada se han utilizado como fuentes la biblioteca digital Ciuda Seva y la página Color By Jorge Henrique Martins
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