PÁGINAS

28 noviembre 2014

GLORIA FUERTES, EL CAMELLO COJITO



GLORIA FUERTES
Gloria Fuertes fue una escritora española, conocida principalmente por su faceta de autora de literatura infantil y juvenil.

Ella siempre se definió como "autodidacta y poéticamente desescolarizada".

Aunque son muchas las facetas literarias y musicales que cultivó, la dedicada a la producción para niños es la que le da más fama.

Su nombre ha quedado ligado a dos movimientos literarios: la Generación de los 50 y el movimiento poético denominado Postismo.
Colaboró en las revistas Postismo y Cerbatana, junto con Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi.
En los años 70 participó en programas infantiles de la Televisión española.
Más apreciada y estudiada en el extranjero que en España, la mayoría de los trabajos críticos sobre Gloria Fuertes proceden del hispanismo norteamericano y es escasa la crítica literaria española sobre esta autora.


EL CAMELLO COJITO


Una de las poesías navideñas más populares que muchos niños españoles conocen, representan y recitan en sus colegios es la titulada El camello cojito de Gloria Fuertes.


LA REPRESENTACIÓN ESCOLAR
En los días previos a la vacaciones de Navidad es muy frecuente que los niños de Educación Infantil canten villancicos o representen pequeñas obras de tema navideño en sus colegios.
Por su brevedad, sencillez y por la facilidad de sus rimas, el poema de Gloria Fuertes, El camello cojitoes muy representado.
Aquí puedes leerlo completo:


EL CAMELLO COJITO

(Auto de los Reyes Magos)



El camello se pinchó
con un cardo en el camino
y el mecánico Melchor
le dio vino.

Baltasar fue a... repostar,
más allá del quinto pino....
e intranquilo el gran Melchor
consultaba su "Longinos".

-¡No llegamos, no llegamos
y el Santo Parto ha venido!
-son las doce y tres minutos
y tres reyes se han perdido-.

El camello cojeando
más medio muerto que vivo
Va espeluchando su felpa
entre los troncos de olivos.

Acercándose a Gaspar,
Melchor le dijo al oído:
-Vaya birria de camello
que en Oriente te han vendido.

A la entrada de Belén
al camello le dio hipo.
¡Ay, qué tristeza tan grande
con su belfo y en su hipo!

Se iba cayendo la mirra
a lo largo del camino,
Baltasar lleva los cofres,
Melchor empujaba al bicho.

Y a las tantas ya del alba
-ya cantaban pajarillos-
los tres reyes se quedaron
boquiabiertos e indecisos,
oyendo hablar como a un Hombre
a un Niño recién nacido.

-No quiero oro ni incienso
ni esos tesoros tan fríos,
quiero al camello, le quiero.
Le quiero, repitió el Niño.

A pie vuelven los tres reyes
cabizbajos y afligidos.
Mientras el camello echado
le hace cosquillas al Niño.


Gloria Fuertes













Las fotos de la representación navideña pertenecen a La Voz de Rioseco.

26 noviembre 2014

WILLIAM SHAKESPEARE, NUEVO FIRST FOLIO DE ST.-OMER

























WILLIAM SHAKESPEARE, NUEVO FIRST FOLIO  DE LA BIBLIOTECA DE ST.-OMER 


Los First Folios de las obras de William Shakespeare se encuentran entre los libros más raros del mundo.

Son objeto de intenso estudio por los expertos debido a las variaciones a veces mínimas que tienen ya que cada cada copia es diferente y por lo que revelan acerca de las intenciones del dramaturgo.

Ahora un First Folio  desconocido previamente ha aparecido en una biblioteca en el norte de Francia, lo que aumenta la cantidad de First Folios que han sobrevivido en el mundo a un total de 233.

Eric Rasmussen


"Esto es es algo grandioso", dijo Eric Rasmussen, un experto estadounidense  en Shakespeare que viajó a Francia este fin de semana para autentificar el volumen. 

"Los First Folios no se presenta muy a menudo, y cuando lo hacen, por lo general están muy vistos y son copias sin interés. Pero este es magnífico".


El libro fue descubierto este otoño de 2014 por los bibliotecarios  que estaban revisando sus colecciones para una exposición sobre la literatura en lengua inglesa en la biblioteca pública en St.-Omer, cerca de Calais.
La portada y otro material introductorio estaban arrancadas, pero Rémy Cordonnier, el director de la colección medieval y moderna de la biblioteca, sospechó que la obra que estaba catalogada como una edición antigua excepcional, de hecho podría ser un First Folio.


Rémy Cordonnier

Llamó a Eric Rasmussen, profesor en la Universidad de Nevada en Reno y coautor de The Shakespeare First Folios: A Descriptive Catalogue, que lo identificó en cuestión de minutos.



"Fue muy emotivo darse cuenta de que teníamos una copia de uno de los libros más famosos del mundo," declara Rémy Cordonnier. "Yo ya estaba imaginando la reacción que causaría".

Pocos estudiosos han visto todavía el libro. Pero este descubrimiento de un ejemplar entre los fondos procedentes de un antiguo colegio jesuita ya desaparecido ofrece una nueva perspectiva sobre la debatida cuestión de la relación de Shakespeare con la cultura católica.

James Shapiro


"Es un poco como la arqueología," nos dice James Shapiro, un experto en Shakespeare de la Universidad de Columbia. "Cuando nos encontramos con un First folio nos cuenta un poco más acerca de quién leía a Shakespeare y quien lo valoraba".

El First Folio, cuyo descubrimiento fue anunciado primero por el diario regional francés La Voix du Nord, no es el libro más raro que posee la biblioteca de St.-Omer. 
Esta biblioteca también tiene entre sus joyas una Biblia de Gutenberg, de la cual se conocen cuarenta y nueve ejemplares.

Pero pocos libros en el mundo tienen el valor o el interés de un First Folio de Shakespeare.

El First Folio contiene 36 obras de teatro, casi todas las de la producción de Shakespeare. 
Fue impreso en una tirada de unos 800 ejemplares en 1623, siete años después de la muerte del dramaturgo.
Se considera el único texto fiable para la mitad de sus obras de teatro ya que no hay manuscritos conservados de las obras de Shakespeare.


La rareza de los First Folios se extiende hasta a sus desapariciones.
Un ejemplar se sabe que se quemó en el Gran Incendio de Chicago de 1871 y otro se perdió en el hundimiento de un barco de vapor, el SS Ártico frente a Terranova en 1854.




Aparece algún ejemplar nuevo aproximadamente cada década, dice el  profesor Rasmussen.
El más reciente se encontró en la biblioteca de una mujer de Londres que murió sin dejar testamento. "Era un desastre, con un montón de partes mezcladas  del segundo folio", recuerda el profesor Rasmussen.

El First Folio de  la Biblioteca de St.-Omer que se va a exhibir el año que viene, sin duda, atraerá numerosos visitantes a la zona. 



Según el profesor Eric Rasmussen, este hallazgo puede alimentar una de las disputas más polémicas en los estudios sobre Shakespeare: si el dramaturgo era católico en secreto.



Esa afirmación ha sido durante mucho tiempo objeto de estudio por el académico de Harvard, Stephen Greenblatt. 
El descubrimiento del folio en St.-Omer ofrece un poco más de información sobre el tema.
Stephen Greenblatt

El profesor Rasmussen señaló que el nombre de "Neville", inscrito en la primera página sobreviviente del folio es una posible indicación de que el libro fue llevado a St.-Omer en la década de 1650 por Edward Scarisbrick.
Este "Neville" era un miembro de una prominente familia católica inglesa que se fue con ese alias y asistió a la universidad fundada por los jesuitas cuando a los católicos se les prohibió la asistencia a las universidades de Inglaterra.



"Se han estado haciendo algunos argumentos imprecisos, pero ahora, por primera vez tenemos una conexión entre la red de la universidad jesuita y Shakespeare", dijo. "Los vínculos se han convertido en algo un poco más sustancial cuando se tiene este rastro de papel."



Jean-Christopher Mayer, experto en Shakespeare de la Universidad de Montpellier, en Francia, advirte del peligro de establecer una conexión demasiado fuerte, pero señala que una biblioteca en la norteña ciudad francesa de Douai también era dueña de algunas transcripciones tempranas de las obras de Shakespeare. "Es interesante que las obras estaban en los planes de estudios en estas universidades", dijo. El nuevo folio, añade, "podría ser una pieza del rompecabezas para situar el lugar de Shakespeare en la cultura católica."



El First Folio de St.-Omer también ayudará a desenredar los hilos de la intrincada maraña las versiones más auténticas de las obras de teatro. 
El texto de cada First Folio superviviente difiere sutilmente de los demás.
Los cajistas de la época hacían correcciones en la imprenta constantemente.
Por esta razón existen muchas incertidumbres textuales que, aún hoy en día, acosan a los estudiosos de Shakespeare y a los directores de escena por igual.

Por otro lado, el First Folio de St.-Omer también contiene notas escritas a mano que pueden dar información de cómo se realizaban las obras de teatro en la época de Shakespeare.

En una escena en Enrique IV, la palabra "anfitriona" se cambia a "anfitrión" y "moza" por "compañero" posiblemente reflejando una actuación temprana, donde un personaje femenino se convirtió en un hombre. "Nunca he visto este tipo de cambio de género en un folio de Shakespeare", dice Rasmussen.

Incluso después de años de estudiar First Folios, el profesor Rasmussen parece  un poco sorprendido por el descubrimiento en St.-Omer.



"Aquí estaba un texto del que que todos sabían, que había estado entre los fondos de la biblioteca durante cuatro siglos" comenta "Es lo más parecido que usted puede ver a los programas  de Tv del tipo "Tesoros al descubierto" o  "Antiques Roadshow"


¿QUÉ ES UN FIRST FOLIO DE WILLIAM SHAKESPEARE? 


First Folio, es el nombre atribuido a la primera publicación de la colección de obras teatrales de William Shakespeare. Contenía 36 obras y fue recopilado por John Heminges y Henry Condell, amigos del autor, en 1623, siete años después de su muerte. 
El nombre original es Mr William Shakespeare's Comedies, Histories and Tragedies.

Se estima que aproximadamente se pudieron hacer unas 800 copias de esta obra. 
El censo más reciente calcula aún la existencia en nuestros días de unos 233 ejemplares conservados. 

Las ventas más recientes, por ejemplo en Oriel College Oxford, en el 2003 fijan su precio en torno a 3 millones y medio de libras esterlinas.

Uno se vendió en Christie en el año 2006 por 6 millones ochocientos mil dólares. 

La información para esta entrada está tomada del siguiente enlace perteneciente al periódico:



18 noviembre 2014

CARLOS FUENTES, EL QUE INVENTÓ LA PÓLVORA


CARLOS FUENTES
Carlos Fuentes nació en Ciudad de Panamá y pasó su infancia, como hijo de diplomático, acompañando a su padre en los diversos países donde era destinado.
Fue educado en los colegios más prestigiosos de Santiago de Chile, de Buenos Aires, de Quito, de Montevideo y de Río de Janeiro.  
Vivieron también, por un corto periodo, en Washington, en EE UU. 
Los tres meses que duraban las vacaciones los pasaba en su país, México, pues sus padres siempre quisieron que aprendiera la historia de su país y que no perdiera, jamás, el acento ni las costumbres.
Ya en México, se licenció en Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México, estudiando después Economía en el Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra. 

En 1955, fundó con Emanuel Carballo y Octavio Paz la "Revista Mexicana de Literatura". 
Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez

En 1964, empezó su amistad con Gabriel García Márquez, los dos representantes más notorios del boom latinoamericano, junto con Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar.

Fue delegado de México en numerosos organismos internacionales y desde 1972 a 1976 embajador de su país en Francia. 
Destacó como profesor en las universidades de Princeton y Columbia, y catedrático en las de Harvard y Cambridge.

Gran aficionado al cine, escribió varios guiones cinematográficos. 

Decidió ser escritor a los 21 años, se casó dos veces y tuvo tres hijos, de los cuales fallecieron dos, antes de la muerte del escritor en Ciudad de México el 15 de mayo del 2012. 
Sus cenizas reposarán en París junto a las de sus hijos.










PREMIOS Y HONORES
Entre otros honores, fue Doctor Honoris Causa por numerosas universidades, miembro de la Legión de Honor, cuenta con múltiples premios como el Cervantes en 1987 o el Príncipe de Asturias en 1994, así como con la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica. 

En 2001, fue nombrado miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua. 
OBRA
Carlos Fuentes es autor de una veintena de novelas, 
Entre sus obras más importantes destacan La muerte de Artemio Cruz aparecida en 1962 y Gringo viejo publicada en 1985. 
Fue también autor de numerosos ensayos y de obras de teatro.

Durante toda su vida colaboró en periódicos y revistas de ambos lados del Atlántico. 

LITERATURA DE FRONTERA
Carlos Fuentes fue un intelectual extraordinario que cuestionó durante toda su vida a su país, México, por ser incapaz de construir una democracia más auténtica y desde la literatura encaminó a la narrativa en lengua española hacia la modernidad.

Los libros de Carlos Fuentes siempre han pretendido ser un intento por hacer dialogar a las culturas precolombinas con el lenguaje del colonizador.
Esto se percibe también en sus textos más recientes y actuales, como La frontera de cristal, un conjunto de historias cuyo marco es el límite que separa México de Estados Unidos y en las cuales el habla coloquial se sostiene sobre el relato que expresa la dura vida de la frontera.
La obra del escritor mexicano también ha buscado ser un ejercicio constante de diálogo entre culturas. 














UN RELATO DE CARLOS FUENTES:
EL QUE INVENTÓ LA PÓLVORA
Uno de los pocos intelectuales que aún existían en los días anteriores a la catástrofe, expresó que quizá la culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel intelectual -titular de la misma cátedra de sociología, durante el año famoso en que a la humanidad entera se le otorgó un Doctorado Honoris Causa, y clausuraron sus puertas todas las Universidades-, recordaba todavía algún ensayo de Music at Night: los snobismos de nuestra época son el de la ignorancia y el de la última moda; y gracias a éste se mantienen el progreso, la industria y las actividades civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía la sentencia de un ingeniero norteamericano: «Quien construya un rascacielos que dure más de cuarenta años, es traidor a la industria de la construcción». De haber tenido el tiempo necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi amigo, acaso hubiera reído, llorado, ante su intento estéril de proseguir el complicado juego de causas y efectos, ideas que se hacen acción, acción que nutre ideas. Pero en esos días, el tiempo, las ideas, la acción, estaban a punto de morir.

La situación, intrínsecamente, no era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos sido nosotros, los hombres, quienes la provocábamos. Era esto lo que la justificaba, la dotaba de humor y la hacía inteligible. Éramos nosotros los que cambiábamos el automóvil viejo por el de este año. Nosotros, quienes arrojábamos las cosas inservibles a la basura. Nosotros, quienes optábamos entre las distintas marcas de un producto. A veces, las circunstancias eran cómicas; recuerdo que una joven amiga mía cambió un desodorante por otro sólo porque los anuncios le aseguraban que la nueva mercancía era algo así como el certificado de amor a primera vista. Otras, eran tristes; uno llega a encariñarse con una pipa, los zapatos cómodos, los discos que acaban teñidos de nostalgia, y tener que desecharlos, ofrendarlos al anonimato del ropavejero y la basura, era ocasión de cierta melancolía.

Nunca hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión, el castigo, el destino -no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph; se derritió en mis manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal. Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de alumno y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada veinticuatro horas.
El cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té -a ella me reduje, al artículo más barato, para todos los usos culinarios- se convertía, después del desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso a las costumbres de los vikingos.

Esta situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud... Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.

La invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches -esto podría haber despertado sospechas- ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del Modelo del día anterior -que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado-, y una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)

Aquí debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos Elasto-Plastex recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas.

El abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y concordado, por las industrias química, mobiliaria y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de vitamina, cápsulas y granulados, con la severa advertencia médica de que era necesario prepararlos en la estufa y comerlos con cubiertos (las píldoras, envueltas por una cera eléctrica, escapan al contacto con los dedos del comensal).

Yo, justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer sentimiento de terror lo experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca. Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los libros. Apresuradamente, revisé varios tomos: sus páginas, en blanco. Una música dolorosa, lenta, despedida, me envolvió; quise distinguir las voces de las letras; al minuto agonizaron. Eran cenizas. Salí a la calle, ansioso de saber qué nuevos sucesos anunciaba éste; por el aire, con el loco empeño de los vampiros, corrían nubes de letras; a veces, en chispazos eléctricos, se reunían... amor rosa palabra, brillaban un instante en el cielo, para disolverse en llanto. A la luz de uno de estos fulgores, vi otra cosa: nuestros grandes edificios empezaban a resquebrajarse; en uno, distinguí la carrera de una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo de cemento. Lo mismo ocurría en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. La mañana nos deparó una piel brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo que abandonar las fábricas para atender a la reparación material de la ciudad; de nada sirvió, pues cada remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras.

Aquí concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro horas. A partir de este instante, nuestros utensilios comenzaron a descomponerse en menos tiempo; a veces en diez, a veces en tres o cuatro horas. Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros, edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de televisión y baterías. Algunos intentaron dominar a las cosas, maltratarlas, obligarlas a continuar prestando sus servicios; pronto se supo de varias muertes extrañas de hombres y mujeres atravesados por cucharas y escobas, sofocados por sus almohadas, ahorcados por las corbatas. Todo lo que no era arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones, se vengaba así del consumidor reticente.

La acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Con la huida del alfabeto, ya no se podían escribir directrices; los magnavoces dejaban de funcionar cada cinco minutos, y todo el día se iba en suplirlos con otros. ¿Necesito señalar que los basureros se convirtieron en la capa social privilegiada, y que la Hermandad Secreta de Verrere era, de facto, el poder activo detrás de nuestras instituciones republicanas? De viva voz se corrió la consigna: los intereses sociales exigen que para salvar la situación se utilicen y consuman las cosas con una rapidez cada día mayor. Los obreros ya no salían de las fábricas; en ellas se concentró la vida de la ciudad, abandonándose a su suerte edificios, plazas, las habitaciones mismas. En las fábricas, tengo entendido que un trabajador armaba una bicicleta, corría por el patio montado en ella; la bicicleta se reblandecía y era tirada al carro de la basura que, cada día más alto, corría como arteria paralítica por la ciudad; inmediatamente, el mismo obrero regresaba a armar otra bicicleta, y el proceso se repetía sin solución. Lo mismo pasaba con los demás productos; una camisa era usada inmediatamente por el obrero que la fabricaba, y arrojada al minuto; las bebidas alcohólicas tenían que ser ingeridas por quienes las embotellaban, y las medicinas de alivio respectivas por sus fabricantes, que nunca tenían oportunidad de emborracharse. Así sucedía en todas las actividades.

Mi trabajo en el Banco ya no tenía sentido. El dinero había dejado de circular desde que productores y consumidores, encerrados en las factorías, hacían de los dos actos uno. Se me asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de labores. Yo sabía que las armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas allí; un puente aéreo se encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes de que estallaran, y depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de estos lugares misteriosos.

Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo -por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos servibles que encuentro delatan- que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!» ¿Qué queda por usarse? Pocas cosas, sin duda.

Aquí, desde hace un mes, vivo escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del arsenal cuando me di cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la memoria, y también, la facultad previsora... Viven al día, emparedados por los segundos. Y yo, de pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de recordar algo apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen de un año relleno de datos- y formular algún proyecto.

¡Qué gusto! En mi sótano encontré un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a él, he recuperado el recuerdo de mí mismo, el ritmo de muchas cosas... Termino el libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of eight!») y miro en redor mío. La espina dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste. ¿Los novios, los niños, los que sabían cantar, dónde están, por qué los olvidé, los olvidamos, durante todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? Extendí la vista sobre los montones de inmundicia. La opacidad chiclosa se entrevera en mil rasguños; las llantas y los trapos, la obsesidad maloliente, la carne inflamada del detritus, se extienden enterrados por los cauces de asfalto; y pude ver algunas cicatrices, que eran cuerpos abrazados, manos de cuerda, bocas abiertas, y supe de ellos.

No puedo dar idea de los monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han construido, en honor de los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías de Bastiat, es especialmente grotesco.

Entre las páginas de Stevenson, un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado metiendo en la tierra, ¡con qué gran cariño!... Ahí pasa otra vez el mensajero:

«USEN TODO... TODO... TODO»

Ahora, ahora un hongo azul que luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los cristales rotos...

Estoy sentado en una playa que antes -si recuerdo algo de geografía- no bañaba mar alguno. No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena. He tomado unas ramas secas; las froto, durante mucho tiempo... ah, la primera chispa...

FIN

LOS DÍAS ENMASCARADOS

Si te apetece leer otras cosas de Carlos Fuentes aquí tienes un enlace con algunos de sus relatos:
Relatos de Carlos Fuentes
UN DÍA CON CARLOS FUENTES:






15 noviembre 2014

JULIO CORTÁZAR, AXOLOTL


JULIO CORTÁZAR
Julio Florencio Cortázar fue un escritor, traductor e intelectual de nacionalidad argentina.

Julio Cortázar es una de las principales figuras del llamado Boom de la literatura hispanoamericana, y obtuvo un gran reconocimiento internacional.

Este escritor además de su gran sensibilidad artística tuvo una gran preocupación social.
Se identificó con los pueblos marginados y estuvo muy cerca de los movimientos de izquierdas.

Como personaje público, intervino con firmeza en la defensa de los derechos humanos, y fue uno de los promotores y miembros más activos del Tribunal Russell, también llamado Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra.


Tres años antes de morir, como protesta por el régimen militar de su país, adoptó la nacionalidad francesa, aunque sin renunciar a la argentina.
AXOLOTL



Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.


No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

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